Seguidores

domingo, 19 de abril de 2015

El Pozo de los Deseos



Hola a todos!!!Os traigo en primicia los primeros capítulos de "El Pozo de los Deseos", que a partir de 1 de mayo podréis encontrar en las librerías de Almería, o pidiéndomelo a mí directamente a: destellosliterarios9@gmail.com

Para ir abriendo boca, os dejo un poco, espero que os guste :D

Datos
Título: El Pozo de los Deseos
Autora: Emma Maldonado
Páginas: 300
Precio: 12 euros.

Prefacio




Todo comenzó cuando nos dijeron lo de esa maldita excursión a Galicia. Yo no quería ir, pero por mi padre, acepté.
Nunca pensé que pedir un deseo acarreara tanto peligro, pero allí, en aquel pozo gallego, entendí que sí, que todo lo que deseas conlleva un precio, y a veces puede ser pagado con la vida misma.
Desear es fácil, cumplir un deseo es difícil. Al menos en algunos casos.
Probablemente no me entendáis; ni siquiera os imagináis de lo que hablo, así que empezaré desde el principio…
Para poneros en situación, os haré un resumen de cómo estaba la cosa: mis padres estaban divorciados. Mi madre se había echado un novio que poco bien me caía, y como estaba harta de ponerle buena cara, decidí irme a vivir con mi padre, que lo estaba pasando peor que ella.
Con el tema de la crisis tuvimos que mudarnos lejos de mi ciudad natal a un pueblo situado en el sureste de la península ibérica, y fue ahí cuando empezaron la mayoría de mis problemas.
En cuanto llegué a mi nuevo instituto, que estaba llenito de pijos, tuve la mala suerte de chocarme de frente con la abeja reina de mi clase: Mónica. La imbécil llevaba un batido en las manos y yo estaba esperando en la fila de secretaría para entregar unos papeles de mi matrícula.
¡Ni siquiera estaba mirando en su dirección! Y lo que pasó fue que, con la cola que había, yo estaba situada en la esquina por la que ella apareció, iba hablando con Rosa de no sé qué zapatos que se iba a comprar, y chocamos. Pero claro, como era la reina y no podía tener defectos… me regañó a mí. Para Mónica todo era culpa de los demás, siempre. Además, estrenaba su vestido blanco de no sé qué marca y que yo, intencionadamente según ella, le había manchado. En cuanto me vio entrar por la puerta de clase vi cómo su cara se iluminaba por una malicia incipiente mientras yo me convertía en el punto de mira de su ira.
Desde entonces se dedicó a difundir diversos rumores falsos sobre mí. Tipo que yo en mi otro colegio era una alumna problemática; que mis padres se habían separado por mí, porque no me podían soportar; que mi madre se había vuelto loca por mi culpa… aunque la mayoría de lo que decía era mentira. Sabía ciertas cosas de mi vida porque su padre era el dueño de medio pueblo y el mío trabajaba para una de sus empresas, por eso yo ni siquiera me atreví a desmentir sus chismes infundados (aunque a veces no tenían ni pies ni cabeza); no quería darle un disgusto a mi padre, él ya llevaba sus cosas bastante mal como para añadirle más problemas. Y sabía que Mónica podría hacer algo mediante su padre para desquitarse conmigo.
Así había pasado un año; y aunque había habido alguna excepción, la clase no me hablaba y yo no hablaba a la clase, pero al menos no tenía que soportar cómo me hacían la pelota. Mónica era tonta, no se daba cuenta de que todos estaban con ella por su dinero y las diferentes posesiones y enchufes que tenía. Y con los demás no es que no quisiera relacionarme, al menos al principio, pero después de unas cuantas miradas indiferentes y unos cuantos desplantes por su parte, decidí que eran ellos los que no merecían mi amistad; si habían elegido creer a Mónica y sus embustes, que así fuese.
Como ya había empezado con mal pie, no fue muy complicado que mi padre notara que nadie venía a casa después de las clases, cuando en mi anterior hogar siempre andaba acompañada con algún amigo. Tampoco me veía entusiasmada cada vez que le traía a casa una autorización para alguna excursión; estas eran estupideces, la mitad de los sitios que proponían yo ya los había visto y tampoco eran gran cosa.
Así que empezó a preocuparse de verdad, tanto, que jamás lo había visto tan decaído; el trabajo que le habían dado, y por el cual habíamos acabado en este lugar, no producía los beneficios esperados, y encima yo en casa no era la de antes.
Fue entonces cuando decidí mentir. Se me daba de miedo desde que mi madre había encontrado pareja y le había tenido que poner buena cara por ella. Si lo había hecho por mi madre, también debía hacerlo por mi padre, aunque la situación fuese diferente.
Por eso, con la llegada del nuevo curso, me dije que tenía que apuntarme a todas las excursiones que saliesen para disimular la pesadilla en la que vivía al menos delante de él. Y eso había hecho hacía tres semanas: inscribirme a ese viaje a tierras gallegas.
Engañé a mi progenitor diciéndole que había hecho un grupo de amigas en clase, y para hacer más creíble mi mentira, comencé a salir casi todas las tardes para perderme por ahí sola, en medio del bosque que rodeaba el pequeño valle del pueblo (por supuesto a él le decía que había quedado con alguien). Había un sendero que llevaba al riachuelo de donde manaba el agua más fresca que jamás hubiese probado. Y allí me quedaba un rato estudiando mientras se hacía la hora para volver a casa. Nadie pasaba por allí en pleno invierno, y era muy reconfortante.
La excursión a Galicia se había planeado para noviembre, una fecha donde no estuviéramos en plenos exámenes. La cosa era hacer una pequeña parte del Camino de Santiago y ver los pueblecitos de alrededor de la zona. Sería una semana, el viaje más largo que haría con la gente insulsa de este maldito instituto.
Estábamos en segundo de bachillerato y ya se suponía que éramos mayorcitos para «no hacer tonterías», nos habían dicho los profesores. Y era cierto, éramos mayores, por lo menos en comparación con el resto del instituto, pero algunos eran aún demasiado críos mentalmente y, si yo hubiese sido un profesor, no se me hubiese ocurrido sugerir tal viaje. Luego ocurrió lo que ocurrió…
No estaba decidida a ir hasta que mi padre me dijo que cómo le iba hacer eso a mis «estupendas amigas». Que no había problema por el dinero (excusa que intenté estamparle), porque últimamente no había salido demasiado y no me merecía estar encerrada en casa. En el fondo quería competir con mi madre; ella, en la otra casa, siempre me había pagado todos los viajes para que pudiese ir con mis amigas. ¡Cómo las echaba de menos!
En fin, ya no había marcha atrás: Galicia me esperaba.
Bufé. Estaba preparándome mi horrible maleta mientras todos esos pensamientos deambulaban por mi mente. Me hacía daño a mí misma y no quería que toda mi anterior vida me asaltara como un fantasma. Yo era lo que era: una marginada social. Y mis padres estaban separados. Para siempre. Y no había más.
Nunca lloraba aunque estuviese hecha por polvo por este hecho; yo había sufrido lo mío con ese divorcio, pero no me gustaba sentirme tan débil y quebradiza, aunque últimamente no estaba pasando por mi mejor momento… De todos modos, iba a intentar mantener mi objetivo.
Mi padre me llevó a la estación y subí en el autobús, directa al infierno.
Cuando se había despedido de mí le había dicho que no se bajara del coche, que ninguno de los padres de mis amigas lo hacía. Él me había creído, como lo hacía con todo; estaba mucho más contento desde que yo, supuestamente, estaba mucho más contenta.
Me senté en el primer asiento que encontré libre, justo al final del todo. Las pelotas de mi clase se quedaron en los primeros sitios hablando con los profesores que nos acompañaban de lo «divertidas y emocionantes» que eran sus asignaturas. ¡Ag! ¡Qué ganas de vomitar me daban!
Los chicos, en cambio, sí que se apalancaron al final del autobús, pero ellos pasaban de mí mejor que yo de ellos.
Me puse los cascos de mi Mp4 y me dejé llevar por el sueño. Me quedaban horas y horas de viaje.


1



Cuando llegamos a Galicia todo fue genial para el resto del mundo, y para mí un gran asco, como siempre.
Me levanté entumecida y adormilada después de haber dormido tantas horas en el autobús.
Lo primero que hicimos fue ir a comer; el Burger no quedaba lejos y los profesores estaban deseando, más que los alumnos, llevarse algo a la boca.
Me senté sola por pura costumbre en una mesa pegada a un rincón mientras los demás alumnos se sentaban en piña y juntaban millones de mesas haciendo un ruido atroz.
—¿Por qué estás aquí sola, Sonia? —Me sobresaltó la voz de mi profesora cuando me metía mi hamburguesa en la boca.
Me atraganté por el susto y bebí de la botella de agua que me había pedido. Que alguien me dirigiera la palabra me resultaba bastante raro.
—Pues… —no sabía qué decir—, no me gusta estar rodeada de tanto jaleo —mentí.
—Esto es una excursión, es para pasarlo bien. —Se dirigió a mi oído y me susurró—: Para una vez que os dejamos hacer trastadas puedes aprovechar.
—Gracias —sonreí por ser amable—, pero de verdad, yo no soy así, no me interesa poner a los dependientes de los nervios.
Mentía muy bien, parecía como si siempre hubiese sido una rata de biblioteca que no hubiese roto un plato en su vida. En mi anterior instituto no había sido una diva, ni mucho menos, pero mis amigos y yo habíamos bebido, algunos refrescos y otros algo más potente, hasta las tantas de la madrugada en zonas poco propicias para ello. No éramos unos descerebrados, todos sacábamos buenas notas y nadie tenía quejas de nosotros. Nos gustaba pillar el punto y reírnos un rato. Pero no habíamos hecho gamberradas, aparte de hablar alto donde no debíamos, y beber en la calle, claro. Aún tenía contacto con algunos de ellos, pero solo alguna llamada de vez en cuando, algún e-mail y algún café cuando iba a ver a mi madre, que era bien poco, ya que no podía soportar a su novio. Nada comparado con la vida social que tenía antes.
Ahora, en cambio, hacia mil años que no me divertía, que no salía, que no tenía un amigo, ni siquiera una conversación normal con nadie aparte de con mi padre, y la mitad de lo que le contaba era mentira. Me resultaba raro tratar a los profesores fuera de clase y no quería ser descortés con Liona, la profe de Latín y Griego, pero es que de verdad no deseaba mezclarme con el grupo de Mónica y las demás para que me miraran como si tuviese la peste.
—¿Qué vamos a visitar ahora? —pregunté por cambiar de tema.
—Vamos a la plaza mayor a ver un poco el pueblo y luego os dejaremos la tarde libre. No vamos a irnos a dormir muy tarde porque mañana nos tendremos que levantar temprano para hacer el Camino.
Yo iba a contestarle que muy bien cuando uno de mis compañeros captó nuestra atención y la de todos los demás. Se estaba liando a voces con el encargado mientras este intentaba serenarlo de alguna manera. Mi compañero era Jordi, un idiota malcriado que encabezaba la lista de pijos de la clase después de Mónica. Según parecía, toda la bronca venía porque había pedido que no pusieran mostaza en su hamburguesa y alguien allí dentro lo había olvidado.
El responsable del Burger le había pedido disculpas e incluso estaba ofreciéndole otra hamburguesa, pero Jordi decía que de él no se burlaba nadie y que las cosas tenían que hacerse bien a la primera.
Los profesores lo calmaron, y casi resulta imposible creer que el encargado no sufriera ni un rasguño. Yo ya me había imaginado a Jordi pegándole.
La verdad, yo no sé por qué estaba en nuestro instituto, al igual que Mónica, si sus padres podían pagarle otro mucho mejor.
Al final, su castigo fue quedarse con los profesores en el rato libre mientras los demás íbamos a divertirnos.
Yo aproveché para leer un rato en una biblioteca que encontré. En aquel lugar nadie me conocía y no podrían susurrar a mi espalda «ahí está esa friki leyendo otro libro fantástico». Adoraba la fantasía; era irreal y me encantaba evadirme e imaginarme en esos países que no existían; allí donde no era un bicho raro.
Ahora estaba leyendo uno de vampiros: Despedida, era el tercero de una saga muy conocida, Medianoche. Estaba enganchada porque los protagonistas estaban dando rienda suelta a su amor y me fascinaba todo por lo que pasaban para poder estar juntos. Esos amores no existían en el mundo y, mucho menos, en el mío.
El hotel al que nos íbamos a dormir estaba retirado. En realidad era una especie de casa rústica. Los profesores pensaron que nos vendría muy bien tener algún contacto con el medio ambiente rural de esos pueblos gallegos y, además, nuestro profesor de Educación Física era de la zona y conocía bien aquel lugar.
Me tocó compartir habitación con dos chicas más: Ángela y Marta. No me llevaba especialmente mal con ellas; me eran tan indiferentes como yo a ellas.
Estaba sacando las cosas de mi maleta cuando Ángela, desde su cama, captó mi atención.
—¡Eh, Sonia!
—¿Qué? —respondí sin mirarla. No entendía por qué me estaba ni siquiera hablando.
—¿Tienes que hacer eso ahora?
La miré de soslayo.
—¿Cuándo quieres que deshaga la maleta? Tengo que coger mi pijama y está en el fondo.
—Sí, pero es que nosotras tenemos que hablar de algo privado. ¿Podrías salir un rato? —me preguntó sonriendo como si yo fuese tonta y no estuviese viendo que me quería echar descaradamente.
—Que yo sepa, igual que yo puedo salir, también podéis hacerlo vosotras. Y, dado que sois vosotras —enfaticé esa palabra— las que tenéis que hablar, es lo más normal que seáis vosotras quienes salgáis.
Sí, sonaba muy borde, aunque la verdad es que me estaba conteniendo para no mandarlas a freír huevos de perdiz, porque lo que ella me pedía no era amable ni lógico y menos a las doce y media de la noche cuando a la mañana siguiente nos levantaríamos a las seis.
—¡No me extraña que nadie te trague! —me soltó hecha una furia—. Es solo un pequeño favor, no vamos a tardar más de diez minutos y necesitamos intimidad. Se nota que no tienes una vida y por eso no te importa que nadie te oiga hablar de tus cosas, si hablas alguna vez, claro.
¡Me entraron ganas de estrangularla! ¿Y qué vida tenía ella? Lo más seguro es que fuese a contarle a Marta que le había puesto los cuernos a su novio con el tío que había conocido hacía dos horas, en nuestro tiempo libre. El chico la había acompañado hasta donde habíamos quedado todos mientras ella se despedía con una sonrisa de idiota en la cara. Su novio, Martín, de nuestra clase también, no había podido venir al viaje porque tenía gastroenteritis.
¿Por qué no me habría inventado yo algo así?
No quería peleas ni problemas, sabía que ella se estaba pasando conmigo mientras la otra se reía tapándose la boca; parecía divertida con todo lo que me estaba diciendo su amiga. Los profesores ya me tenían bastante fichada, y si las culpaba de algo, ellos le darían automáticamente la razón porque era yo la que «no quería integrarse».
Salí enfurecida de la habitación, dejándome la maleta a medio deshacer; esperaba encontrarla donde la había dejado cuando volviese.
Corrí a través de los pasillos iluminados por las tenues luces de las lámparas que colgaban a los laterales. No quería llorar, yo era inmune a eso y ellas no podían hacerme daño. Mi mente siempre se convencía de aquello cuando las cosas iban mal. Hacía tiempo que había aprendido a canalizar mis emociones, pero a veces explotaban.
El día había sido frío, y había salido afuera sin chaqueta y sin nada de abrigo. El bosque que rodeaba la casa rústica era tenebroso a esas horas de la noche, y la luna llena iluminaba algunas secciones de los árboles provocándoles destellos plateados que los convertían en decorado de película de terror. Estaba asustada, pero me daba igual, no iba a regresar hasta que no estuviese totalmente calmada y pudiese mirar con indiferencia a esas dos que tenía apalancadas en mi habitación.
Tropecé con una rama y caí al suelo de barro seco. Me hice daño en el muslo derecho, aparte de ponerme hecha una piltrafa. Bufé malhumorada por la suerte que estaba teniendo esta basura de noche. ¿Por qué me tenían que pasar estas cosas a mí? ¿No era ya bastante que los idiotas de mi clase o bien pasaran de mí, o bien me hicieran burla? ¡Encima me tenía que caer en un bosque gallego y hacerme polvo!
Vislumbré una pequeña cueva cuando me pude levantar. Había un claro en el terreno y en uno de sus extremos estaba la entrada al agujero negro enclavado en la roca. En frente del socavón había una figura, no lo distinguía bien desde donde estaba, pero sabía que no era una persona.
Me acerqué, no tenía otra cosa mejor que hacer.
Era un pozo de piedra. Estaba muy cerca de la entrada de la cueva y decidí resguardarme allí del frío un ratito, porque no me sentía con fuerzas para regresar a la casita rústica aún.
—Pozo de los deseos —leí en un cartelito que parecía muy antiguo, situado al lado del pozo. Lo vi a duras penas, y gracias a que la luz de la luna le daba de lleno pude ver que la letra estaba muy desgastada.
Me dirigí a la cueva, que no era muy profunda, abrazada a mi cuerpo. ¡Qué frío!, y qué tonta era yo, porque no tenía por qué estar pasando aquello. Si hubiese estado más serena hubiese tomado las riendas de la situación de otra manera. Pero bueno, ya qué le iba a hacer.
Me acomodé como pude en el suelo de piedra mientras me abrazaba las rodillas. Algo me pinchó en la cintura y me metí la mano en el bolsillo. Era una moneda que no sabía que tenía ahí. La miré a través del brillo de la luna que me llegaba desde donde yo estaba escondida.
—Por tu culpa —dije—, por tu culpa estoy en esta situación. —Comencé a llorar como una desesperada mientras me apretaba contra mis rodillas y agachaba la cabeza.
Era cierto; la culpa la tenía el dinero. Mi madre era la que tenía poder económico en la familia, y mi padre en cambio, trabajaba en lo que podía. Nunca había querido vivir de su esposa y había rechazado siempre lo que ella le había ofrecido. Mi padre era genial, pero en ese sentido era muy orgulloso. Todo venía porque mis abuelos no habían querido que se casara con mi madre; ellos decían que él solo lo había hecho por el dinero y mi padre había contestado a eso apañándoselas en lo que le había ido llegando para trabajar.
Mi madre quería darle una pensión por mí, pero tampoco la aceptó. Ella me ingresaba el dinero en mi cuenta de todos modos, decía que aunque no lo gastase para las cosas de la casa y mi manutención, ahí lo tendría para cuando lo necesitase. Por esa causa mi padre aceptaba todo lo que podía reportarle algún beneficio, ya que con la crisis las cosas estaban muy mal y no había mucho trabajo. En el pueblo era el encargado de la empresa de construcción del padre de Mónica. Sí, la construcción iba mal y Mónica no estaba en crisis. ¿Cómo era posible? Muy fácil, su padre trapicheaba con más cosas de las que quería aparentar.
—¡Te odio! —le grité a la moneda—. Ojalá no manejaras el funcionamiento del mundo, así podría haber ido a parar a algún lugar cerca de mi antigua casa, o incluso no haberme movido de allí.
Apreté la moneda contra mi mano mientras las lágrimas me nublaban la vista. Grité de frustración, lancé con todas mis fuerzas el euro que había encontrado por azar en mi bolsillo y seguí llorando, esta vez, con más ansias. Se escuchó un ruido que hizo que me quedara quieta. Algo se había movido ahí fuera, y sinceramente, me estaba dando aún más miedo que antes.
Salí de la cueva temblando. Miré al lado derecho; nada, solo árboles siniestros irguiéndose sobre la tierra. Miré hacia la izquierda, más de lo mismo.
—¡Eh!, ¿esto es tuyo? —dijo alguien a mi espalda.
Solté un grito de puro terror mientras echaba a correr hacia los tenebrosos árboles sin mirar atrás.
Me caí de nuevo, como una idiota, por culpa de otra rama en el suelo, pero esta vez me rasgué el pantalón por la rodilla, sin hacerme mucho daño. Quería levantarme deprisa y salir corriendo de nuevo de quien fuera que estuviese allí.
—¡Eh!, no corras, este sitio no está preparado para eso —dijo un chico saliendo de las sombras, justo detrás de mí.
¿Cómo había llegado tan pronto hasta allí si yo no había escuchado más pasos, aparte de los míos?
Estaba muerta de miedo cuando lo vi acercarse en medio de los árboles.
—Por favor, por favor, no me hagas daño. Me iré de aquí y no diré que te he visto —dije con las manos unidas, suplicando desde el suelo.
El tipo calló unos minutos y no sé qué cara tendría en ese momento porque yo tenía los ojos cerrados mientras suplicaba por que me dejara vivir.
—Oye, que no soy un asesino —dijo malhumorado.
Cuando levanté la vista hacia él, la luz de la luna me dejó ver que tenía una ceja levantada y me miraba incrédulo.
Busqué el móvil en el bolsillo, porque no me fiaba en absoluto de nadie y menos de un tipo que andaba por ahí a esas horas de la noche. ¡Mierda! ¡No estaba! Se debía de haber caído con las prisas.
—¿Esto es tuyo? —volvió a preguntarme.
Yo pensaba que me iba a devolver el móvil, que de casualidad lo había visto caer de mi bolsillo y había sido tan amable de traérmelo, pero no, lo que me estaba preguntando era que si la moneda de un euro que había tirado era mía.
—Sí —contesté confusa.
¿Había visto mi moneda y no había visto mi móvil? Yo ni siquiera había escuchado caer al suelo la moneda, es más, se me había antojado verla estamparse cerca del pozo, si no se había metido dentro. Pero también podría estar confundida ya que estaba sollozando muy fuerte.
—¿Has pedido algún deseo? —preguntó.
Me quedé más confusa todavía. No parecía importarle el hecho de que me hubiese dado un susto de muerte y hubiese salido corriendo de él (ni de que fuese una desconocida). Solo le importaban mi moneda y mi deseo. ¡Qué chico más raro!
—No me digas que crees en esas cosas —dije mientras me levantaba del suelo aún temblando.
—Si no has venido aquí por eso, ¿por qué entonces? —Ahora era él el que parecía confuso.
—He salido a dar una vuelta y he llegado de casualidad. —Me encogí de hombros; no iba a contarle la verdad a un desconocido que parecía sufrir algún problema mental.
Me volví a acordar de mi móvil y fui andando deprisa por donde había venido corriendo, esquivando al chico al que apenas me atrevía a mirar.Él me siguió los pasos y empezó a ponerme nerviosa. Quería encontrar el móvil a toda prisa porque, si me pasaba algo, esperaba tener una mínima oportunidad de llamar al 091.
Lo vi tirado al lado de las rocas que cubrían la pequeña cueva; la pantalla brillaba con el reflejo de la luna. ¡Menos mal! Me acerqué a él y lo cogí rápida. El chico se encontraba mirando la moneda detenidamente al lado del pozo.
—¿Cuál es tu deseo? —volvió a la carga mientras pasaba de la moneda y, esta vez, me miraba a mí.
—Ninguno. Yo no creo en esas cosas —contesté a punto de irme.
—Seguro que algo hay. Algo que quieras cambiar, algo que quisieras que pasara, algo que no te gustaría que ocurriera…
Me quedé mirándolo sorprendida, pues era verdad, pero la vida no iba a ser como a mí me diera la gana solo por pedir un deseo a un pozo abandonado.
—Prueba. —Tendió su brazo hacia mí para darme la moneda.
Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Esto era una tontería y no merecía que perdiese mi tiempo, pero a la vez, él estaba tan insistente que me daba miedo llevarle la contraria por si me hacía algo. Siempre me habían dicho que a los locos era mejor seguirles la corriente…
—Está bien —titubeé mientras cogía el euro.
Lo cerré en mi puño mientras pensaba qué podía pedirle al pozo. Yo estaba harta de todo y enfadada con el mundo entero, y lo que me había dicho Ángela no se me había olvidado aún.
Pero no solo estaba cabreada con Ángela, o con Mónica, o con el resto de mi clase y ese estúpido pueblo. Estaba cabreada conmigo misma; primero porque le mentía a mi padre; y segundo porque me mentía a mí misma. Yo pensaba que podía sobrellevar esta situación de alguna manera, pero no era así, deseaba profundamente que las cosas cambiasen. Quería volver desesperadamente a mi vida anterior.
No noté que las lágrimas resbalaban por mis mejillas de nuevo hasta que él me despertó de mis pensamientos dando un paso hacia mí.
Yo, automáticamente, di uno hacia atrás.
—Vale. Desearía que todo volviese a estar como antes: ser feliz como cuando vivía con mis padres y tenía a mis amigos. Me gustaría que toda esta situación cambiase porque es un asco —solté malhumorada, mientras me frotaba la cara con la mano intentando quitarme las lágrimas.
Tenía tanto odio dentro y tanto rencor hacia quienes me rodeaban… Hacía mucho que no hablaba con nadie y que no me desahogaba. Tenía mucho miedo de hacerles daño a mis padres, tanto era así, que por mi padre yo estaba yendo a todas esas excursiones de pacotilla y soportaba verles la cara todos los días a los veinticuatro compañeros que tenía en clase.
Estaba harta de hacer a la gente feliz mientras yo era cada día más infeliz. Vale, mi padre no era feliz del todo conmigo, pero estaba mejor desde que yo, para él, estaba mejor. Y Mónica era inmensamente feliz cada vez que me decía algo o se burlaba de mí. Yo la mayoría de las veces pasaba de ella, pero otras me hacía daño, mucho daño. Y cada vez más últimamente. Echaba de menos a mis amigos por encima de todo; ellos habían sido mi apoyo cuando en casa las cosas habían ido mal. Pero ahora las cosas no solo iban mal en casa, iban peor en el instituto, y no tenía a quién contárselo. Esa inmunidad al dolor que me había forjado durante el año anterior se estaba yendo y estaba dejando paso al dolor. No podía permitir eso.
En medio de sollozos volví a lanzar la moneda con todas mis fuerzas y mi rabia al centro del agujero negro que tenía delante.
—Hecho —dijo el chico mientras sonreía.
Esa palabra me confundió.
¿Hecho? ¿El qué? ¿Mi deseo?
«Este tío lee aun más libros fantásticos que yo», me dije mientras volvía en mí y me serenaba un poco. Me estaba dando frío de nuevo y tenía un sueño que me caía al suelo. Iba a volver ya, aunque esas dos cotorras no hubiesen acabado de hablar, ya me daba lo mismo.
—Esto… encantada de conocerte…
—Eloy —me informó él.
—Eloy —repetí—. Me tengo que ir porque si no se van a preocupar. Adiós.
Me fui andando deprisa, esperando que no me siguiera, porque si no, le tiraría una piedra a la cabeza si se atrevía a tocarme.
—¿Cómo te llamas tú? —me preguntó desde el pozo.
Al menos sabía que no me estaba siguiendo.
—¡Sonia! —grité sobre mi hombro mientras giraba un segundo la cabeza para ver la distancia que dejaba entre nosotros. Bien, él estaba parado en el mismo sitio que antes y no tenía intención de seguirme.
Llegué a la habitación a la una y media, bostezando. Me alegré de encontrarme la puerta abierta. Cerraban a eso de la una y yo no había avisado de nada con las prisas de dejar todo atrás. El vigilante me dedicó una mirada envenenada; yo era la causa de que no se hubiese ido a dormir ya.
Las luces ya estaban apagadas y las respiraciones de las dos imbéciles se escuchaban sonoramente. No quería despertarlas porque ponerlas de mal humor a ellas me pondría de mal humor a mí, así que hice el menor ruido posible.
Afortunadamente, mi pijama, mi maleta y el resto de mis cosas continuaban donde las había dejado. Me iluminé con la luz del móvil mientras me desvestía y me preparaba para dormir. Mi cama estaba pegada a la ventana por la que se vislumbraban un millar de sombras. Miré de reojo, asegurándome de que Eloy, si se llamaba así, no me hubiese seguido. No parecía haber nadie, pero no sé por qué no estaba tranquila del todo. Me costó mucho coger el sueño a pesar de lo cansada que estaba, pero finalmente lo conseguí.
  

2



Estaba muerta de sueño cuando sonó el despertador de Marta. Nos llevaron a lo que quedaba más o menos a dos horas y media de la Catedral de Santiago. Dios, iba a morirme andando.
 Yo iba sola, como siempre, cuando Jordi pasó por mi lado y me empujó a propósito.
—¡Eh, tú! —le grité molesta.
Él se volvió hacia mí, como sorprendido por que yo hubiese sido capaz de dirigirle la palabra.
—¿Cómo has dicho? —me preguntó con un enfado en la voz que me atemorizó un poco.
Pero no iba a dejarme intimidar por ese gorila. No me importaba que nadie me hablase, pero al igual que yo pasaba de ellos, que los demás hiciesen lo mismo conmigo.
—Te he dicho: «¡Eh, tú!» porque me has empujado. —Lo miré con una ceja levantada, como si fuera sordo.
La verdad es que estaba muerta de miedo, pero quería aparentar serenidad y la mejor carta que tenía era actuar. Él dio un paso hacia mí, y yo, instantáneamente, retrocedí.
—Tú eres la paria aquí, ten más cuidado de no entorpecerme el camino, porque yo soy un dios comparado contigo. —Me miró con cara de asco y me propinó un empujón que me hizo tambalearme hacia atrás, aunque no me caí.
No sabía qué hacer, no estaba acostumbrada a las peleas ¡y no había pegado a nadie en mi vida! En cambio, a Jordi le daba igual quién fuese su contrincante mientras diese algún mazazo.
Sabía que nadie me iba ayudar con él. La mitad del grupo ya iba camino arriba y la otra mitad, aún no nos había alcanzado; los pocos que iban delante no se daban cuenta de nuestro altercado, y los de atrás andaban muy lejos. Contábamos con un pequeño público a nuestro alrededor, y yo sabía que estaban encantados de no ser ellos los que se habían topado con la mala leche de Jordi.
El gorila levantó una mano para darme una torta. Yo estaba paralizada, el miedo me impedía salir corriendo, y la valentía también; no quería huir como una cobarde, aunque nunca me había visto en una de estas.
Cerré los ojos esperando el golpe mientras me intentaba proteger con mis brazos y mis manos alrededor de la cabeza. Que me diera donde quisiera, pero sin ojos no me quedaba.
Oí un grito de sorpresa a mi alrededor, algo así como «¡Oh!». Y lo que me extrañó fue que pudiese seguir escuchando porque Jordi podría tumbarme con una mano cuando quisiera. Eso era algo extraño también, no sentía ningún dolor. A lo mejor estaba tan atónita por el golpe que ya ni sentía ni padecía…
—Déjala tranquila, Jordi, no te ha hecho nada —dijo una voz por delante de mí, donde debería de estar el gorila.
Levanté la vista todavía asustada, pensaba que aún no me había librado del guantazo, tan solo que se había retrasado en tal caso.
Adrián estaba en medio de nosotros dos, sujetándole los dos puños a Jordi. Yo solo le veía la espalda, pero no debía tener buena cara porque Jordi era muy fuerte y lo estaba bloqueando.
—Pero ¿tú de qué vas? —le escupió Jordi cabreadísimo—. Estás defendiendo a la rara. ¿Qué te interesa a ti esta?
—No es solo por ella, es porque no puedes seguir haciéndole eso a todo el que te toca —dijo lo más sereno que pudo, teniendo en cuenta que le estaba aguantando los puños a Jordi con todas sus fuerzas.
Vi que Jordi tenía ganas de atizarlo al igual que iba a hacer conmigo, pero no pudo hacer nada porque Rogelio, el profesor de Educación Física, nos estaba dando alcance.
—¡Eh!, ¿pasa algo ahí? —preguntó llegando hacia donde estábamos nosotros.
Adrián le soltó los puños en un acto reflejo.
Yo esperaba con todas mis fuerzas que luego no tuviese que ir a hablar con el profesor sobre lo que había pasado, quería que esos dos dijeran alguna mentira que no me metiese a mí en medio.
—No pasa nada, estábamos de broma —respondió Adrián para mi tranquilidad.
Rogelio miró a Jordi, esperando su respuesta.
—Nada. Solo era de broma —convino él también.
—Tened cuidado, no vamos por la mejor zona del Camino.
Era cierto, estábamos pasando un pueblecito pequeño y era todo rocoso, además, íbamos por medio de una cuesta muy larga, sin contar que ahora mismo hacía hasta calor por lo mucho que íbamos sudando. No parecía invierno, la verdad.
El profe se dirigió cuesta arriba para alcanzar a los pocos que iban por delante, y Jordi se acercó a Adrián con mala cara.
—Nos hemos librado de esta, quizás la próxima vez no tengamos tanta suerte. —Le dio una palmadita en el hombro a mi salvador y se fue.
Yo no sabía si los que nos habíamos librado éramos Adrián y yo o Adrián y él. Lo importante era que las cosas se habían quedado en calma, por ahora.
—Gracias —le dije a Adrián de mala gana.
Él se giró hacia mí, como sorprendido.
—No te ha hecho daño ¿verdad? —preguntó inspeccionándome el hombro, en donde me había empujado Jordi antes.
Sentía un leve dolor, pero nada grave para lo que podía haberme hecho.
—No, gracias —dije de la misma forma borde y me fui dejándolo atrás.
La verdad era que le estaba más agradecida de lo que quería aparentar, pero a la vez, no quería demostrarle ni gratitud ni nada. Hacía tiempo que él había pasado de mí, y al contrario que Mónica y las demás, Adrián me había importado mucho un año atrás.
Él era distinto a los demás, se llevaba bien con todos y no tenía problemas con nadie. Pertenecía al grupo de Jordi desde que había llegado nuevo al pueblo unos cuantos años atrás. A mi llegada el año anterior, había sido el único que me había dirigido la palabra después de que Mónica gritara pestes sobre mí y todo el mundo la creyera.
Pero después él cambió.
Yo siempre me sentaba a su lado en todas las asignaturas, y la verdad, aunque no éramos íntimos, nos llevábamos bastante bien. Mónica se metía conmigo, pero no con él. Jordi era más severo. Eran amigos y siempre le decía algo con respecto a mí. Él no le respondía, pero se notaba que no le gustaba ni un pelo escuchar que le dijese con quién debía juntarse.
Siempre había pensado que Adrián pasaba de él, como lo hacía yo. Pero no era así y la situación dio un giro de ciento ochenta grados en un par de días.
Jordi sería severo con Adrián, pero al fin y al cabo era su amigo. Yo no lo era y, por tanto, conmigo esa licencia respetuosa no valía. Me había dicho cosas mucho peor que «paria» al principio de curso del año pasado, y no digamos lo que me había llamado Mónica.
Un día en el recreo, Adrián me pilló llorando, le dije que no me pasaba nada, que simplemente había tenido un mal día, pero yo no engañaba a nadie y todos sabían que Jordi me había metido aquel estúpido sapo en mi mochila, manchando todos mis libros (aún me escocían los ojos al recordar aquel día). Poco después, Adrián se cambió de bando en el instituto, dejándome sola. Andaba solo con Jordi a todos lados, pegado como una lapa.
Comprendí entonces que había elegido el bando ganador, el de los populares; era mejor que Jordi no lo molestase que estar conmigo unas cuantas horas fingiendo ser mi amigo.
Podía admitir que nunca me había hecho putadas, pero aquello me dolió mil veces más que cincuenta sapos en mi mochila. Era mi único amigo, y en lo único que podía pensar en esos días era en cómo había podido hacerme eso. Y después de todo aquello, ¡el muy cínico iba saludándome por los pasillos como si no hubiese pasado nada!
Estaba tan dolida que dejé hasta de mirarlo, no quería verlo nunca más. Aunque eso era imposible, estábamos en la misma clase (como este maldito año) pero yo pasé de él hasta el límite de que no existiera para mí.
Y lo conseguí. Se dio por aludido después de unos diez saludos sin respuesta.
Milagrosamente, una semana después de aquello, la clase empezó a pasar olímpicamente de mí, y Jordi, Mónica y sus seguidores, parecían no verme.
Duró poco tiempo, porque Mónica siempre estaba ahí para recordarme que era la nueva más rara que había llegado jamás a su instituto. Con Jordi simplemente intenté no meterme en su camino para no tener problemas con él. Funcionó, no le dirigí la palabra a ninguno de sus amigos y él se alejó de mí. Lo había llevado a rajatabla hasta hacía dos minutos y esperaba no tener más problemas con él en lo que quedaba de viaje.


Hacer el Camino de Santiago era bastante cansado. Yo ya me había imaginado que iba a ser duro, pero esto… ¡ya no podía más! Y faltaba una hora y media para llegar. Solo íbamos a hacer una pequeña parte, ni siquiera nos darían el título, sello, diploma o lo que fuese que se daba cuando se hacía el recorrido. Esto era para que, si nos gustaba, siguiéramos el camino de las conchas en algún futuro por nuestra cuenta. Por lo pronto no entraba dentro mis planes, y creo que en los de los demás tampoco.
—Sonia, ¿cómo lo llevas? —me preguntó Liona dándome alcance.
¿No podía dejarme sola? Yo solo quería estar tranquila sin tener que darle explicaciones a nadie.
—Bueno, es cansado —dije en medio de jadeos.
—Pero te aseguro que merece la pena, de verdad. —Me guiñó un ojo.
Yo sabía que ella intentaba ser amable conmigo, pero yo prefería no tener contacto con nadie, porque no quería mentir diciendo que estaba genial cuando no lo estaba, y no quería decir la verdad porque ya no estaría bien otra persona por mi causa.
Liona era la profe más joven de todos, era enrollada y sus clases molaban. Yo no tenía quejas de ella, y ella no tenía quejas de mí, pero de ahí a que se hiciese mi amiga para intentar ayudarme… Se lo agradecía, pero no lo deseaba. Tampoco quería responderle irrespetuosamente a su ayuda, y a la vez, no sabía cómo hacerle entender que no la quería.
—Estoy deseando llegar —mentí intentando sonreír con alegría, pero la verdad es que estaba deseando que se marchara y me dejara sola de nuevo.
Como si la suerte me estuviera escuchando, unos gritos nos volvieron a interrumpir. Era Jordi, otra vez; ahora estaba soltando su mala leche con Laura.
—Disculpa —me dijo Liona, después se acercó a ellos.
No sé cómo podía bajar esta horrible cuesta tan deprisa y no salir rodando hasta lo más bajo de ella. Ni siquiera podía explicarme por qué yo me quedaba allí. Debería haber seguido mi camino y, sin embargo, quise ver cómo Liona cogía las riendas de la situación.
Se acercó a Laura y Jordi, que estaban a diez metros de mí. Laura estaba muerta de miedo, como lo había estado yo hacía media hora, y Jordi la estaba sujetando por la camiseta mientras la zarandeaba como si fuese un muñeco de trapo. Le estaba gritando que lo había pisado intencionadamente cuando le había dado alcance.
Yo no sabía si esa estupidez era verdad o no, pero me recordaba mucho a la situación en la que yo había estado, y se me estaba congelando la sangre de pensar que en este momento yo podría ser Laura y, que sin Adrián, lo más seguro es que hubiese estado peor de lo que ella estaba ahora.
—¡Basta! —exhortó Liona a su lado.
Pero antes de que ella pudiese hacer nada, Jordi soltó a Laura haciendo que, con el impulso que llevaba, resbalase hacia atrás mientras caía rodando calzada abajo.
—¡Qué has hecho! —grité con la voz rota por el miedo mientras corría yo también cuesta abajo, con unos cuantos alumnos más y la profesora.
Cuando la alcancé, Laura estaba bañada en sangre, tenía líquido rojo por toda la cara mientras se agarraba el brazo y la pierna intentando respirar. Se había hecho una buena herida en la frente y de su nariz brotaba un espeso reguero de sangre que le seguía por el labio, manchándole los dientes de rojo, y terminaba en su camiseta. Estaba tirada de costado en el suelo, se había quedado así después de dar unas siete vueltas en el rocoso camino.
Liona se sacó el teléfono móvil de la mochila y llamó a Emergencias mientras le decía a una de las chicas que estábamos allí mirando que llamase al primer profesor que encontrase por el camino, mientras que yo solo podía quedarme paralizada, viendo mi vida pasar a través de la imagen de Laura, que seguía llorando sin apenas moverse por el dolor.
La ambulancia tardó en llegar lo que a mí se me antojaron horas pero en realidad fueron minutos. Me quedé sentada al lado de Laura mientras Liona y Rogelio hablaban con los del servicio sanitario. Los demás chicos se habían dispersado un poco mientras solo unos cuantos seguían contemplando la escena. La mayoría estaban tan impresionados como yo de ver a Laura llena de sangre y no podían soportarlo.
Es más, yo tampoco podía hacerlo, odiaba la sangre, mucho, pero ese hecho no me impedía estar allí con ella. Me daba mucha pena, porque yo podía haber sido ella y no hubiese querido estar sola. Laura no era una chica especialmente popular (eso no quitaba que no se hubiese metido conmigo nunca, ni mucho menos), sus amigas se habían ido corriendo en cuanto Jordi las había mirado, dejándola sola con él, y hasta el momento, no habían aparecido. El grupo que iba por delante de nosotras había seguido haciendo el Camino; Rogelio había pedido a la profe de Matemáticas que no preocupara a los alumnos y siguieran como si nada. Pensé que ese hombre no era muy inteligente, los teléfonos móviles nos mantenían conectados con el mundo, y mis compañeros estaban enterados de todo tanto como la profesora que los acompañaba.
Los chicos que venían detrás de nosotros se pararon mientras que otros siguieron andando, por la cara que pusieron, estaban aliviados de que se hubiese montado este embrollo para no tener vigilancia alguna.
Jordi se encontraba apalancado a un lado del camino, bajo la atenta mirada de Rogelio. A partir de ese momento no saldría de la habitación del hotel rústico en el que estábamos alojándonos. Ese era su castigo.
Yo no lo veía justo. Laura no me caía especialmente bien. En rea-lidad, ninguno lo hacía, pero sabía que Jordi, por mucho que dijese que había sido sin querer y no la había soltado aposta, sino solo para darle un susto, lo había hecho a propósito. Por mucho que no me gustase Laura, sabía que estaba mal y lo más justo hubiese sido empujar a Jordi calle abajo. Si yo hubiese podido, me hubiese presentado voluntaria para hacerlo, sin duda.
Laura, que se había incorporado a duras penas sobre el suelo, miraba hacia todos lados mientras sollozaba y sus lágrimas se mezclaban con la sangre seca que había dejado Liona en su cara mientras intentaba limpiarla con un pañuelo de papel. Estaba buscando a Lorena y Carmen, sus amigas.
—Ellas no están —contesté yo instantáneamente.
También podía haberme equivocado y no las buscaba a ellas, no lo había pensado antes de decir eso. Me mordí el labio reprendiéndome a mí misma; primero por hablar cuando no debía, y segundo por no haber continuado con los demás cuando había podido.
Ella me miró sorprendida, me recordaba a la mirada que había vislumbrado antes en la cara de Adrián cuando le había dirigido la palabra.
—Ya lo veo —contestó sin ninguna nota de enfado por haberme atrevido a hablarle.
Esperaba que me dijese que me largase, que por qué estaba mirando lo que le pasaba, que si no tenía otra cosa que hacer… siempre era lo mismo con ellos. Y, seguidamente, yo me convertiría de nuevo en una imbécil por haberme acercado a uno de mis compañeros. Pero no me dijo nada de eso.
—¿Por qué no te has ido? Todos lo que me están ayudando ahora tendrán problemas con él. Incluso aunque solo estés acompañándome.
Con «todos» se refería a Liona, Rogelio y yo. Jordi siempre se las arreglaba para devolvérsela a los que le hacían algo que no le gustaba, sabía tapar bien sus gamberradas. Su padre lo ayudaba, eran exactamente iguales, y no importaba si algún profesor salía mal parado por alguna tontería de su hijo.
—No lo sé. —Me encogí de hombros, indiferente. Pero ella tenía razón, y ya me había librado de una con él ese día, dos… sería demasiada suerte. Ya me había echado un par de miraditas desde la otra punta de la calle cuando me había sentado con Laura. Pero, increíblemente, no me había movido de allí, incluso sin sentir ninguna simpatía por mi compañera, ahí me había quedado, acompañándola.
—Pues gracias —dijo.
Me quedé atónita durante un minuto entero, mirándola como una boba. ¿Me había dado las «gracias»? Desde luego el golpe debía de haber sido bien fuerte.
No supe qué contestar, así que esquivé su mirada, nerviosa. No quería que todo lo que había encerrado un año atrás por un simple «gracias» volviera a renacer, no quería volver a pasarlo mal por nadie. Desde lo de Adrián había tenido mucho cuidado con lo que decía o con quién hablaba. No estaba tan desesperada por entablar una conversación con alguien y mucho menos para creer en la gratitud de ninguna de esas veinticuatro personas que me rodeaban todos los días en clase.
Ella parecía sincera pero… ¡no, no y no! Nosotras no éramos amigas, yo era insensible a todas las emociones sociales. No necesitaba a nadie, excepto a mi padre y a mi madre, y nadie me necesitaba a mí.
Nos quedamos calladas hasta que los de la ambulancia se llevaron a Laura, junto con Liona, en el coche blanco iluminado por esa alarma anaranjada que no sonaba en este momento. Yo me quedé con Rogelio y Jordi, que me había estado atravesando con la mirada incontables veces mientras retomábamos la marcha y continuábamos camino arriba. Pensé entonces que los demás chicos que habían estado contemplando la escena y se habían largado veinte minutos antes para no estar en presencia del gran dios, al que ahora yo acompañaba junto con Rogelio, habían sido mucho más listos que yo.
  
  

3



Volvimos al hotel rústico sobre las siete de la tarde, que parecían las once de la noche de lo oscuro que estaba, además, las nubes se estaban amontonando en medio del cielo, como era normal en esa época en aquel sitio, y lo más seguro era que lloviese.
Me dirigía al comedor cuando vi a Jordi aparecer con su amigo, y mano derecha, Víctor. Adrián iba con Javi detrás de ellos. Era una panda que no me gustaba nada. Javi y Adrián eran un poco diferentes a los otros dos, no destilaban odio y además eran más amables, pero, aun así, no terminaba de fiarme de ellos.
Me quedé paralizada mientras me detenía en mitad del pasillo, el comedor estaba en el lado izquierdo. Jordi y los demás llegaban por el pasillo contrario pero estaban más cerca que yo de la puerta a la que quería llegar (y también de la salida).
—¡Eh! —me gritó él.
Yo me volví sobre mis talones y salí corriendo en dirección opuesta.
Escuché la voz de Adrián decirle algo a Jordi, pero no descifré qué, estaba demasiado ocupada intentando huir de mi verdugo personal.
Y al doblar la esquina… ¡Pum!
—¡Idiota con piernas! —exclamó Mónica mientras daba un paso hacia atrás intentando serenarse, porque se le había derramado, esta vez, la botella de agua encima.
¿Es que siempre que me topaba con ella tenía que estar bebiendo algo?
Miré hacia atrás intentando ver si Jordi me seguía. Este era el ala de las chicas y se suponía que los chicos no debían estar allí, y mucho menos a la hora de cenar (sí, parecía un internado). Jordi no estaba.
—Oye, tú ¿estás sorda? —La odiosa rubia de ojos verdes que tenía enfrente captó toda mi atención.
—¡No! —le espeté mientras intentaba esquivarla para llegar hasta mi habitación.
Ella me cogió del brazo y me detuvo.
—Sonia, estoy un poquito harta de que te metas en todo. Podrías dejar tranquila a la gente que no te hace nada —me escupió.
Y yo aluciné en colores. ¿La gente que no me hacía nada? No se incluiría entre ellos.
—No tengo ni idea de qué me estás hablando. Nadie hace nada por mí y yo no le hago nada a nadie. —Me solté violentamente.
Ella sonrió irónica por mi comentario.
—Me refiero a Adrián. No deberías meterlo en medio de tus problemas con Jordi, arréglatelas solita como todo el mundo.
—Yo no le he pedido que me defienda, ha sido él el que se ha ofrecido solito.
—Claro… le dan tanta pena los marginados como tú. Ojala Jordi te hubiese dado lo que te mereces. —Me miró con asco y se fue en dirección por donde yo había llegado corriendo.
Esas palabras me hirieron como un puñal. En realidad ¿qué era lo que yo me merecía? ¿Tenía suerte de que, después de todo, aunque Adrián no fuese mi amigo, me hubiese defendido de Jordi, que sí era su amigo? ¿Me merecía ser el bicho raro de la clase? ¿Merecía que mis padres ya no estuviesen juntos?
Me dirigí al aseo olvidándome de qué estaba huyendo. Me había quedado tan chafada ante esa realidad que no podía casi respirar. Yo era una marginada. Que daba pena. Y que podía no darla. De hecho, rara vez me defendía alguien de alguna cosa.
Yo siempre tenía la culpa de todo aunque no hiciera nada. La cosa nunca cambiaría, mi padre estaba obligado a permanecer en ese horrible pueblo durante un tiempo más, si no indefinidamente. Yo debía estar con él, incluso cuando entrase en la universidad lo tendría que hacer porque no era capaz de abandonarlo y dejarlo solo, a su suerte. Estaba mal desde que mi madre y él lo habían dejado. Yo también lo había estado durante mucho tiempo, y aunque aún no estaba recuperada, me había hecho a la idea en cuanto vi que no había solución alguna, además, me había quitado un peso de encima cuando las discusiones habían cesado en casa. Yo era su único apoyo moral y mental, no podía hacerle eso.
Sabía que él, cuando llegase el momento de hacer una carrera, haría lo imposible por que me fuese a vivir a la ciudad si fuera necesario, pero sabía también que estaría destrozado por dentro.
No iba a llorar de nuevo, ni hablar. No sabía por qué, pero últimamente lo estaba haciendo más de lo habitual, que era nunca, y no le iba a dar el gusto a nadie de verme mal.
Me lavé la cara y salí del baño hacia mi habitación. Quería coger mi libro, Despedida, y perderme por algún rincón para leer tranquila. Ya no tenía hambre y no quería verle la cara a esos imbéciles.
En realidad, sabía que no era la solución si lo que yo quería aparentar era tranquilidad e indiferencia, pero no quería encontrarme de nuevo con Jordi. Él… me daba miedo de verdad.
Entré en mi habitación a oscuras, y de repente, un destello de luz surgió de la nada, dejándome ciega. Era un móvil.
—Ahora sí que vamos a hablar tú y yo —dijo Jordi.
¡Mierda! Debería haber pensado que iba a entrar en mi habitación. Todas, no sé por qué, se mantenían abiertas. Creo que el problema era que no había suficientes llaves para todos y habían decidido que, como éramos tan pijos, no nos robaríamos los unos a los otros.
Estaba paralizada en mi sitio, quería echar a correr pero Víctor sostenía el pomo de la puerta.
—Si yo te digo que te apartes de mi camino, te apartas. Y ahora Adrián no está aquí para defenderte.
Vi cómo su puño se levantaba junto con esa sonrisa fría que tenía. 
Yo iba a decirle todo aquello a los profesores (si sobrevivía) y a él no le importaba, además, Víctor y los demás seguro que lo apoyarían en su coartada mientras que yo, la marginada social, no tendría a nadie que me ayudase a argumentar la mía.
Esperé el golpe mientras cerraba los ojos, la verdad era que sí que me hubiese gustado que Adrián anduviese cerca, seguro que Jordi se había encargado de mandarlo por ahí para evitar que se entrometiera en mi paliza.
Y entonces ocurrió algo milagroso: Víctor, al igual que anteriormente había hecho Adrián, le cogió el puño a Jordi.
—¡Eh!, será mejor que nos larguemos, se supone que deberíamos estar cenando, somos un grupo de cuatro, es muy raro que no vayamos todos juntos y Mónica nos ha visto entrar al ala de las chicas —dijo.
Jordi no parecía muy contento con todo eso. Dudó unos segundos con el puño en tensión por la mano de Víctor (segundos en los que yo abrí los ojos para ver lo que pasaba).
—Tienes razón. —Aflojó su mandíbula.
Jordi me empujó para apartarme de la puerta mientras Víctor apagaba la linterna de su móvil y los dos se escabullían por el pasillo, dejándome a mí allí, atónita y asustada (y de una pieza).
Vi cómo las gotitas de lluvia resbalaban sobre los cristales de la ventana que había encima de mi cama. Los relámpagos iluminaban las sombras horribles que ya había visto proyectadas la otra noche, pero esta vez, me parecían más sombrías aún. Todavía no había salido del susto anterior cuando vi una silueta a través de los cristales (mi planta era la primera de todas y veía perfectamente el suelo que rodeaba la casa); era un chico y su figura me resultaba muy familiar. Tardé unos segundos en reconocer esa melena ondulada que le llegaba hasta los hombros.
Eloy.
¿Qué estaba haciendo él allí? Era imposible que me estuviese viendo porque yo estaba a oscuras y dudaba que pudiese distinguirme por la luz que venía de fuera a través de los cristales, procedente de los relámpagos. Yo no le había dicho a ese chico dónde estaba mi habitación, ni siquiera que me fuese a quedar en el hotel rústico más de la noche anterior, pero él miraba en mi dirección como si me estuviese viendo y yo estuviese delante de sus ojos a un metro y no a doce por lo menos (y a oscuras).
No supe si esconderme o salir pitando en busca de él y preguntarle por qué me estaba espiando. Al final escogí lo segundo.
Salí corriendo por el pasillo, no sin antes detenerme donde lo había hecho la vez anterior, por si Jordi estaba por ahí, pero no lo vi, así que me dirigí en dirección contraria al comedor buscando alcanzar la salida del edificio y dirigirme hacia donde debía estar mi habitación vista desde fuera.
Empecé a empaparme hasta los huesos cuando salí por la puerta, pero me daba igual, quería saber qué estaba haciendo ese chico allí. Eloy no me gustaba un pelo, no sabía por qué estaba corriendo en su busca porque, a lo que a mí respecta, era un loco. Pero tenía la necesidad de encontrarlo. Ni siquiera me podía detener aunque me lo propusiese. Después de todo, quizás sí estuviese desesperada por tener contacto con alguien que no fuese uno de mis veinticuatro compañeros de clase. Eloy no me conocía y había tenido una conversación normal en el pozo con él. Quiero decir que no me había mirado como una loca ni una marginada, como lo hacían los chicos y chicas de mi clase; me había hablado bien, sin muecas o miradas de espanto hacia mi persona. Había sido yo la que había decidido que estaba majara, y la verdad es que no me había tocado ni un pelo, ni siquiera lo había intentado.

Llegué a mi ventana desde el lado exterior. Ahí no había nadie… excepto la lluvia que caía fuerte sobre mi cabeza, empapando mi pelo negro.
¿Me lo había imaginado? Estaba tan mal desde que había llegado a ese estúpido lugar… Todo me afectaba como desde hacía mucho tiempo no lo había hecho nada. Quizás tuviese la necesidad de desahogarme con alguien, y la única persona en la que podía confiar para eso era un completo desconocido que no sabía nada de mi vida y no tenía una imagen de mí preconcebida con las palabras hirientes de otras personas.
Me quedé triste cuando no vi a nadie; deseaba de verdad encontrarlo allí.
Entré en la casa como una sopa. El de recepción me miró frunciendo los labios y algo confuso; cuando había salido a la calle él no estaba en su puesto de trabajo. La gente seguía cenando en el comedor, no había pasado nada para ellos, en cambio yo estaba triste, me había ganado un enemigo del que me había librado de su puño dos veces… pero nadie me apartaría de él a la tercera. Y no encontraba al tipo raro que me había hablado como una persona en no sabía cuánto tiempo.
Bueno, mejor. Si yo iba contándole mis problemas de buenas a primeras, él sería el que no querría saber nada de mí. Además, quizás todo había sido producto de mi imaginación.
Me dirigí de nuevo a mi cuarto, pero me detuve en la puerta antes de entrar, iba a sacarme el móvil por si acaso alguien me volvía a sorprender… No tenía muchas posibilidades de escapar, al igual que antes tampoco había tenido muchas alternativas, pero confiaba en poder iluminar sus ojos al igual que antes me habían iluminado a mí, y así darme alguna ventaja.
—¡Joder! Se ha empapado —grité limpiando la pantalla.
La puerta de mi dormitorio se abrió, y una mano seguida de un brazo me instó a entrar mientras yo daba un grito terrorífico por el susto antes de intentar zafarme de él.
—¡Shhhhh! Soy yo —dijo Adrián mientras encendía la luz.
Me quedé petrificada, no lo esperaba en absoluto.
—¿Qué haces aquí?
Él iba a hablar cuando reparó en mi ropa mojada y mi pelo empapado.
—Estaba preocupado —dijo finalmente, mientras me escrutaba con la mirada—. Jordi ha llegado muy tranquilo al comedor, tenía miedo de que… bueno de que te hubiese dejado inconsciente o algo peor.
—No me pegó, no te preocupes. Pero si lo hubiese hecho, como tú creías, tampoco me valdría de nada que vinieras ahora a verme —dije borde, mientras me sentaba en mi cama.
Él se sentó a mi lado, no sabía por qué no lo estaba echando ya de allí. Estos últimos días estaba muy rara… No era propio de mí tener conversaciones de más de dos palabras con la gente.
—Te lo creas o no, sí me preocupo. Yo no quiero que lo estés pasando mal por su culpa, porque no debería ser así. En realidad, nadie debería estar como tú —dijo… ¿triste?
—¿A qué viene todo esto ahora? —le pregunté un poco enfadada—. Tú y yo ya no somos amigos, eso me lo dejaste bien clarito el año pasado.
Me levanté llena de energía y me puse cara a cara con él. Estaba harta de que actuara como si nunca hubiese pasado nada y todavía siguiésemos compartiendo mesa en clase. Esto no era justo, yo lo había dejado tranquilo, había captado bien la indirecta y quería que él me dejase en paz.
Adrián iba a hablar cuando alguien tocó a la puerta.
—Sonia, ¿te encuentras bien? —preguntó Liona desde el otro lado.
Adrián y yo nos miramos con los ojos como platos ¡no podían descubrirlo allí conmigo! Si lo hacían tendríamos problemas los dos, y yo no quería tener más problemas…
—¡Debajo de la cama, debajo de la cama! —lo apuré en voz baja.
Él me hizo caso y se metió como pudo ahí abajo.
—¿Puedo pasar? —inquirió Liona todavía en la puerta.
—Sí, claro, pasa —le dije en cuanto Adrián escondió su zapato debajo de las mantas.
—¿Estás bien? —me volvió a preguntar. Esta vez pude ver su cara llena de preocupación.
—Sí, no sé por qué me preguntas eso. —Sonreí lo mejor que pude, quería que se fuera rápido para después despachar a Adrián.
Aunque también podría culparlo por haber entrado sin permiso a mi cuarto. Quizás esta vez sí me creyeran, al fin y al cabo yo era la que, supuestamente, no quería contacto con nadie, y me creerían cuando dijese que no lo había invitado a entrar.
No, después de todo, no podía hacerle eso. Él me había ayudado con Jordi, lo justo era que se la devolviese y así estuviésemos en paz. Odiaba deber favores a la gente. Yo no pedía nada y no quería que me pidiesen a mí.
—¿Te ha pasado algo? —preguntó mirándome de arriba abajo.
Puse los ojos en blanco, ¿nadie se había mojado alguna vez bajo la lluvia?
—No, solo salí un segundo. Había escuchado un ruido fuera —mentí.
Ella enarcó una ceja, no me estaba creyendo en absoluto. Maldición, no sabía qué decirle y mi cara de actriz no concordaba con esas palabras.
—Pues Marta ha escuchado un grito procedente de aquí hace unos minutos y yo no te he visto en el comedor. ¿Hay algo de lo que quieras hablar?
Agradecía que no me hubiese preguntado qué estaba haciendo fuera, bajo la lluvia esa noche, pero odiaba que me preguntase por el susto que me había dado Adrián, porque explicar por qué estaba gritando sin parecer una loca o delatar a mi compañero, no era algo que yo desease.
—Es que no tenía hambre y sí, la del grito era yo, pero es que había una cucaracha y…
¿Alguien quería matarme?, por lo menos muerta no tendría que contestar preguntas con respuestas medio incoherentes.
Por increíble que parezca, ella me creyó y no volvió a insistir en eso. Sin embargo, no se marchó como yo hubiese querido, sino que se sentó sobre mi cama y yo reprimí un suspiro nervioso por Adrián. No sabía cómo estaría ahí debajo y quería que ni siquiera respirara mientras ella estaba en mi cuarto.
—Sonia, tú eres una chica que saca excelentes notas. No eres tonta y no creo que seas en absoluto una mala chica. Me quieres decir, por favor, ¿qué problema tienes con el resto de la clase? Además, este año es peor, el año pasado al menos te llevabas genial con Adrián Vargas, o eso parecía.
¡Mierda, mierda, mierda! No quería responder a eso en ese momento y tampoco que Adrián lo escuchara.
—Eh… yo no tengo ningún problema con la clase, Liona —dije nerviosa.
—No es lo que parece, ¿ha pasado algo con ellos? Dime la verdad, solo quiero ayudarte. La junta de profesores… —No parecía saber cómo continuar hablando y además estaba esquivando mi mirada—. La junta de profesores está pensando que te vea algún psicólogo para poder ayudarte. Hemos tenido problemas con otros chicos, pero el tuyo… es diferente a todos. Al principio de curso hacemos un informe y hablamos con todos los padres. Yo no estaba en la reunión, pero tengo entendido que el tuyo dijo que no habías tenido ningún problema en tu colegio anterior. Nosotros vemos que eres inteligente y que puedes conectar con el resto de la clase, no eres una gamberra ni una maleducada. Lo único que se me ha ocurrido es que el año pasado estabas saliendo con Adrián y al dejarlo te alejaste de todos.
¿Saliendo con Adrián? ¡Oh, Dios mío! ¡Qué lío, qué lío! Ella no sabía nada de mis putadas en la clase, yo siempre me callaba porque no quería problemas para mi padre y no quería problemas para mí. Con Adrián como amigo me bastaba y me sobraba, y por eso Liona no se había percatado de que yo con el resto de la clase había estado mal desde siempre.
—Eh… —No sabía qué decir para no complicarlo todo más, no quería que se enterara de que había estado mal desde el principio, pero sobre todo, ¡no quería ningún psicólogo ahora!—. Es cierto —dije casi sin creérmelo—. He estado mal por él. Pero pienso recuperarme, de verdad. Diles a los demás profesores que eso no es necesario —rogué.
—Bueno, solo quería asegurarme de que no eras tú la que se cerraba en banda porque sí. Me gusta saber el motivo. Yo también lo pasé mal por los chicos cuando estaba en el instituto, pero te aseguro que no es motivo para echar tu vida a perder y no relacionarte con nadie más. Tienes que vivir muchas experiencias para poder madurar y no es malo que no nos salgan bien las cosas, nos hacen aprender y crecer.
Ese discurso me dejó atónita, ella no había dado una, pero de alguna manera me había llegado hasta lo más hondo. Era el típico consejo que mi madre me daba cuando hablaba con ella cuando era más pequeña. Ahora no. Siempre que hablábamos o nos veíamos me ponía mi disfraz de actriz y le contaba lo que me había preparado previamente para no levantar sospechas de que mi vida era un asco en este lugar.
—Gra…gracias, lo tendré en cuenta —tartamudeé sinceramente.
Ella sonrió en mi dirección, satisfecha, mientras se levantaba de mi cama.
 —De nada. Voy a intentar aplazarte eso del psicólogo. Quizás no esté de más que hables con él. No son malos, de verdad, y te pueden echar una mano. —Me guiñó un ojo—. Pero me gustaría que tú misma salieras de esto. Sé que eres una chica fuerte, lo conseguirás. No obstante… si no puedes, no te sientas mal por ello y ya veremos lo que podemos hacer —dijo mientras se acercaba a la puerta y después se marchaba.
Me parecía bien que los profesores se preocuparan por mí en ese sentido, pero toda la vida había habido marginados y toda la vida a nadie le había importado. En este instituto las cosas no iban igual que en otros, se suponía que debía reinar la armonía y la paz entre todos los integrantes, tanto profesores como alumnos y demás módulos implicados; ya fueran los trabajadores de la limpieza o los administrativos. Obviamente era la burocracia quien lo exigía, pero en la mayoría de las veces no se cumplía, en cambio, en este instituto había quién se lo tomaba muy en serio.
Adrián salió sofocado de debajo de la cama.
—¿Hemos sido novios? —me preguntó quitándose la pelusa de la sudadera.
¡Puf! Había olvidado que él estaba escuchando.
—Lo siento —me disculpé—, pero no quería ir al maldito psicólogo. Si vas a decir algo, antes de que lo hagas tú, lo diré yo. Ya que Liona se ha tomado tantas molestias quiero que sepa por mí que le he mentido en la cara.
Adrián me miró sonriente.
—¿Bromeas? Déjalo así, no quiero tener que dar explicaciones de por qué me he enterado de esto si no había nadie más que tú y ella en esta habitación. —Después de unos segundos continuó—: Además, no me importa ayudarte si puedo hacerlo de alguna manera.
No sabía ni qué decir ni qué hacer, me encontraba confusa estos últimos dos días de mi vida. No estaba acostumbrada a que me hiciesen favores, siempre había algo que fallaba en eso.
—¿Qué quieres a cambio? —Suspiré.
Enarcó una ceja, confuso.
—No quiero nada. Te ayudo porque quiero.
—Pues no hace falta. Dime algo, lo que sea. No quiero sentir que estoy en deuda contigo —dije medio enfadada.
Yo sabía que a mí nadie me hacía favores porque sí, y en todo caso, me quedaba más tranquila devolviéndolos.
Sopesó esas palabras unos segundos.
—Cuando se me ocurra algo te lo digo, ¿de acuerdo? —cedió al fin.
—Vale —acepté yo a regañadientes, quería dejar las cosas claras ahora, pero tendrían que esperar.
—Entonces tenemos un trato. —Sonrió y me tendió la mano.
Yo me quedé mirándola como si cogerla fuese a electrocutarme. Al final lo hice, apreté mi mano contra la suya. Ese gesto me era extraño. Muy extraño.
Yo con mis otros amigos siempre estaba demostrando mi afecto, es decir, no era una pesada ni nada de eso, simplemente les daba abrazos y besos cuando la ocasión lo requería. Pero ahora esos gestos habían quedado atrás para mí, y un leve contacto con otra persona me era incómodo.
Será mejor que te vayas antes de que alguien más toque la puerta, o que estas dos idiotas —me interrumpí rápidamente, porque había pensado en voz alta—, quiero decir, Marta y Ángela, entren.
Él se rio, y yo no supe por qué tuve el impulso de reír también. Mis labios hicieron una curva que casi mostraba mis dientes, pero solo casi. Me volví a poner en mi lugar y lo insté a marcharse. Me obedeció, no sin echarme una mirada por encima del hombro antes de cerrar la puerta.
No quería admitirlo, pero la verdad era que Adrián era muy guapo. Yo no estaba enamorada de él, nunca lo había estado. Solo había sido mi amigo y nada más. Tenía unos ojos azul marino que te quitaban el hipo y un pelo más negro que la noche perfectamente peinado. Pero nunca había tenido el impulso de lanzarme a sus brazos. Cuando lo conocí, yo aún seguía enamorada de mi ex, Julio. Lo tuvimos que dejar porque me había ido con mi padre, pero tampoco es que nos fuera genial. Solo salimos seis meses, aunque puedo decir que, al menos los tres primeros, habían sido de los mejores de mi vida. Había superado eso hacía tiempo, en cuanto vi que él me echaba la culpa de nuestra separación. No entendía que tenía que irme por mi padre, que no estaba bien y que me necesitaba. Nos despedimos una noche como esta, llena de agua. Y ya no supe más de él porque a la semana siguiente me mudé a mi nuevo hogar sin una llamada o un mensaje suyo siquiera. Y Adrián me había caído muy bien, pero no había sido capaz de sustituirlo. Me daba pena que hubiésemos acabado así, pero él era quien lo había decidido. 
Dejé de pensar en el pasado, esto era el presente y las cosas estaban así: sin Adrián y sin Julio.