RELATO: ALMA
Buenas tardes, hace ya tiempo hice un relato para el día de Sant Jordi, está incluido en un libro muy especial, "La Rosa de los Sueños" dónde se pueden leer otros maravillosos relatos. Pero, por desgracia, la editorial que lo hizo "Ediciones MA" ha tenido que cerrar. Así que, en homenaje a ese día, y la editora, Anamari Granados, que hizo posible la publicación, os dejo e relato aquí.
<<ALMA>>
¿Qué pensaríais si os dijera que me encontraba
tumbada a orillas del Mar Mediterráneo, que el sol brillaba radiante en el
cielo, que el agua era tan transparente que podía ver el fondo marino en tonos
azul turquesa, y que todo era tan relajante que hasta la espuma de las olas me
hacía cosquillas en la planta de los pies?
Seguramente, algunos diréis
<<Menuda suerte tiene esta colega>>, o algo así como <<Yo
también quiero>>.
Pues ¿sabéis qué? Yo estaba
asqueada. Estaba harta de sol y de olas, de tumbonas y cocos tropicales. No
tenía ganas de estar de vacaciones. Me aburría soberanamente, deseaba incluso
que empezara el instituto. ¿Cuándo había deseado yo eso?
Pues imaginad como me
encontraba. Hija única de unos padres currantes, la primera vez que nos íbamos
de vacaciones los tres solos, a un pueblo perdido donde las playas vírgenes
estaban a la orden del día.
Sí, sí, todo muy bonito. Pero
yo no estaba acostumbrada a esa tranquilidad. Tenía ganas de estar con mis
amigas, de irnos de fiesta al karaoke o a cualquier pub.
Me gustaba este sitio, sí, pero
para estar dos días, no medio verano. Llegaría a casa tostada como un conguito,
eso lo podía asegurar, pero iba a estar más aburrida que una ostra.
En contraste con mi infelicidad,
mis progenitores eran realmente felices allí; les encantaba estar rodeados de
conchas y hamacas.
Podría haberme quejado, pero no
lo hice. Entré conforme en hacer esa <<escapadita>> de tan solo un
mes (treinta días, ya ves tú, qué era eso). Yo había arruinado su luna de miel.
No conscientemente, claro; una no elige cuando ser concebida ni cuando nacer.
Pero, según tenía entendido, mi madre había pasado un embarazo fatídico, de
esos en los que piensas <<Uno y no más, Santo Tomás>>. Supongo que
por eso me encontraba en esas: mis padres nunca se habían decidido a tener más
hijos, después el trabajo nos les había dado tregua, y ahora… bueno, yo estaba
más que criada, con una adolescente de quince años, a ver quién quería tener
otro hijo.
<<Míralos>>, me dije, observándolos
por el rabillo del ojo. <<Parecen más quinceañeros que yo>>. ¡Se estaban besuqueando
en medio de la playa! Pero no besos castos de esos que todos los padres se dan
cuando sus hijos son mayores y tienen uso de razón, sino besos apasionados, de
esos que te gustaría darte a ti en la última fila del cine con tu novio.
No lo entendía. ¡Estaban
desatados desde que estábamos allí! Sería el placer de estar en ese paisaje
paradisíaco, no sé, pero pocas veces me habían revuelto el estómago así.
No es que no quisiera que
disfrutaran de ese sitio, ni que no se demostraran su amor. Pero, bueno, ¡era
raro! Nunca los había visto en ese plan. Y joder, a la vez que grima, me daban
un poco de envidia.
<<¡Por favor, marchaos a
un hotel!>>
Decidí dejar de contemplar la
escena. Iba a investigar qué podía ofrecerme San José; ese pueblecito lleno de
playas despobladas de vida urbanística.
Debía de reconocer que era
agradable estar allí; no había visto nunca unas playas como aquellas. Rezumaban
vida por todos lados, pese a estar rodeadas de arena y ningún resquicio de
plantas.
No sabría explicarlo. Yo sabía
que estar allí sería el sueño de muchos; disfrutando de sol, arena y agua.
Pero no era lo mío.
A mí me gustaba estar en la
ciudad, ir a casa de una u otra amiga, ir de compras, quedar con César…
¡Ay, cómo lo echaba de menos! Sus
ojos azul marino visitaban mi mente a todas horas, su elegante porte no paraba
de dibujarse en mi imaginación; no podía parar de pensar en él. Nos habíamos
dejado algo muy importante a medias.
Justo antes de terminar el
curso, habíamos quedado un par de veces, para salir a dar un paseo, tomar un
helado… Yo había estado coladita por él desde el año anterior. Y ahora, por
fin, cuando ya se había atrevido a dar el paso, mis padres me habían venido con
la noticia de que nos íbamos de
vacaciones. Pero no una semana, o diez días, no; un señor mes.
Me había sentado como un cubo
de agua fría. Todo un año esperando este momento, un verano para mí y para
César…
En fin, ya les había dicho que
sí. Estaban tan entusiasmados, que yo no iba a ser la que les aguara las
vacaciones.
Me recogí mi pelo castaño en
una cola y me puse a explorar los alrededores de la cala; había visto unas
cuevecitas a lo lejos. Y sí, eso quería yo, estar lejos de mis padres un buen
rato. Así que nada, ahí, bajo el sol abrasador y con la sal más que pegada al
cuerpo, me dispuse a saltar piedras empapadas por las olas. Menos mal que se me
había ocurrido traerme las chanclas duras, sino, mis pies no lo hubiesen
contado.
Había olvidado mis gafas de
sol, y mis ojos verdes estaban más que cansados de entornarse para intentar ver
algo. Así que decidí buscar un poco de sombra y darles un respiro.
Encontré una pequeña cueva,
dejé la toalla en el suelo y me senté con los pies metidos en el agua.
Fue allí, en aquel lugar, donde
descubrí mi mayor distracción, y por la cual cuento esta historia. Él había venido
arrastrado por la moda de viajar en caravana y su nombre era Aimé.
–¿Quién eres? –su voz me
sobresaltó por detrás.
Grité de terror mientras me
levantaba del suelo, perdía el equilibrio y acababa en el agua.
Solté un taco, me había hecho
daño en el trasero; esas piedras eran muy puntiagudas.
–¡Cuidado! –Demasiado tarde–.
¿Te has hecho daño? ¿Estás bien?
No sabía qué palabra no había
entendido de << ¡Ay, joder, me duele!>>.
Me tendió una mano y me ayudó a
levantarme. Fue entonces cuando me fijé en él; su mano era firme y bronceada,
su brazo fuerte y estilizado, como sus piernas y su torso… e intuía que todo en
él. Meneó la cabeza para sacudirse el agua, y sus rizos rubios me saludaron
llenos de destellos salados. Después, su mirada avellana me observó preocupada.
Me había quedado muda pero es
que…
Dios, ¡era guapísimo!
–Sí –titubeé–. No ha sido nada
–mentí como una bellaca.
Su rostro se relajó. Me soltó
la mano y se pasó la suya por el flequillo, apartándose los rizos mojados del
rostro.
–Lo siento, quizás debería
haber avisado. –Sonrió un poco nervioso, no sabiendo cómo disculparse mejor.
¡Taquicardia, taquicardia! ¡Menuda
sonrisa!
Me obligué a mí misma a cerrar
la boca, y de paso, no parecer tan estúpida.
–Tranquilo. Me asusto con nada
–confesé.
Él colocó su toalla junto a la
mía y se sentó. Yo hice lo mismo.
–¿Eres de aquí? –me preguntó,
poniendo sus increíbles ojazos marrones en mí.
Me removí, nerviosa en el
sitio. Sinceramente, aun estaba un poco aturdida por el susto y, además, él
hacía que me pusiera como un flan.
–No, he venido de vacaciones
con mis padres.
–Bienvenida a mi club. –Y a esa
frase le siguió otra bonita sonrisa.
Estuvimos hablando un buen rato. Él, al parecer,
viajaba constantemente, no había vivido un año seguido en el mismo sitio desde
que había cumplido los doce. Sus padres eran muy liberales y siempre andaban
para acá y para allá, viendo mundo.
Debo de reconocer que,
comparada con mi vida, en la misma ciudad siempre, me resultó fascinante su
relato. Explicaba todo lo que había vivido con emoción, dejándose llevar por
sus recuerdos. Y a mí con él. Nunca había entablado conversación con un desconocido
de esa manera. Ahí estábamos los dos; en la cueva de una cala de una playa de
un pequeño pueblo perdido llamado San José, a orillas del Mar Mediterráneo, sin
saber el nombre del otro y contándonos nuestra vida como si nos conociéramos
desde siempre.
Era la primera conversación
larga que tenía desde hacía una semana, que, lejos de ser aburrida, me creó nuevas
expectativas sobre el mundo. También era la primera vez que no me arrepentía de
haberles dicho que sí a mis padres por hacer este viaje tan largo.
Nos quedamos mucho tiempo en la
cueva, tanto, que se nos hizo de noche.
Aun recuerdo el atardecer desde
las rocas; el cielo anaranjado con los últimos rayos de sol y la luna en el
lado opuesto.
Mis padres se habían vuelto
locos buscándome; no era normal que desapareciera tanto rato. Mi nuevo amigo me
acompañó hasta llegar sana y salva a su lado. Se presentó ante ellos (así
descubrí su nombre) y a mis padres les cayó bien desde el principio; la verdad
es que sabía muy bien como ganarse a la gente. Y a ellos se los metió en el
bolsillo en un segundo. Quizás fuese por eso por lo que nunca me pusieron pegas
para quedar con él después.
–Me tengo que ir –me dijo
después de despedirse de mis padres.
–Lo sé, espero verte mañana por
aquí.
Me había dicho que se iba a
quedar unos días, tan poco era tan raro verlo una vez más. Al menos, eso
esperaba yo.
–En la cueva, a la misma hora.
Asentí toda sonriente, como él.
¿Qué tenía ese chico que me hacía enseñar los dientes a cada instante?
–¡Alma! –me llamó mi madre en
la distancia, debíamos irnos ya.
–¡Voy! –le dije girándome un
momento en su dirección.
Y, cuando volví a poner los
ojos en él, lo sorprendí mirándome fijamente.
–¿Qué? –no pude evitar
preguntar. Hacía un par de segundos tenía dibujada una sonrisa en los labios, y
ahora estaba serio, escrutándome.
–¿Te… llamas Alma? –Sus ojos
castaños parecían impresionados.
–Sí. Sé que no es un nombre muy
común, pero tampoco es tan extraño, ¿no? –Me encogí de hombros, no sabía qué
era lo que lo había inquietado tanto –. Bueno, mañana en la cueva. Tengo que
irme.
–Sí, mañana. –De repente, se
relajó y volvió a ser el de siempre.
A lo mejor había lanzado las
campanas al vuelo muy pronto y era un rarito después de todo.
Me pensé seriamente eso de ir a las rocas al día
siguiente. Le había dado vueltas a su comportamiento toda la noche. Bueno, en
realidad, no. A lo que le había dado vueltas había sido a su sonrisa radiante,
a su cuerpo escultural, a sus ojos color miel cuando el sol les daba de lleno...
Y así, sin darme cuenta, ya
había empezado a ir a esa cueva encavada en la roca rodeada por mar del día
anterior.
¿Y si no estaba? No se me había
ocurrido pensar que podría ser una broma. Yo, normalmente, tampoco es que fuese
muy confiada, pero en esta ocasión, tenía ganas de comprobar que no me había
mentido, encontrarme con él, echar unas risas...
Me llevé un disgusto cuando no
lo vi allí. Había caído en sus garras como una imbécil, seguro que ahora
estaría riéndose de lo lindo.
Iba a darme la vuelta, para
irme por donde había venido, cuando escuché unos pasos detrás de mí. Me giré
sobre mis talones para comprobar que no estaba loca y que había escuchado a
alguien andando de verdad. No sé qué cara pondría al verlo, pero sentí que los
colores me subían.
¿Por dónde había llegado?
Me recibió con su esplendorosa
sonrisa de siempre.
–Alma –puntualizó mi nombre de
una manera significativa–, te estaba esperando.
Enarqué una ceja.
–Si llevo aquí un rato. Eso es
imposible.
Él me miró confuso, como si le
hubiese tirado una piedra a la cabeza. Después, cayó en algo y asintió.
–No has llegado al interior de
la cueva, ¿verdad?
¿La cueva? Si era enana.
Negué con la cabeza, pensando
que estaba como un cencerro.
Él me indicó con el dedo que lo
siguiera.
Resulta que había una grieta
enorme en uno de los laterales de la roca, pero, tonta de mí, no me había dado
cuenta.
–Vaya, no tenía ni idea de este
mundo subterráneo –dije, bajando las escaleras naturales hechas de piedra.
–Entonces te encantará este
paraíso.
El <<paraíso>> ya
me encantaba, no había visto playas más bonitas en mi…
Tuve que detener mi verborrea
mental cuando entendí a lo que se refería. Ahí abajo había otro mundo; uno
hecho de corales de colores que brillaban como el sol. Era como estar delante
de un arcoíris acuático.
–¿Cómo has descubierto esto?
–pregunté, con la garganta seca de repente. Eso era impresionante.
Él sonrió divertido.
–Me caí sin querer por esa
grieta y… mira el resultado. –Miró a su alrededor, como yo llevaba haciendo
desde hacía dos minutos, sin parpadear–. Creo que es un sitio poco concurrido,
así que será nuestro secreto, ¿vale? No me gustaría que la gente se cargara
todo esto.
Asentí porque no podía hablar.
¡Menuda maravilla! Un biólogo marino sería muy feliz allí.
Estuve toda la tarde con él y su tabla de surf.
¿Cómo podía hacerlo tan bien? Intentó enseñarme a mantenerme en pie sobre ella,
pero era imposible. Siempre había sido negada para los deportes terrestres, los
acuáticos, no iban a ser menos.
–Quizás
deberías comprarte una más pequeña –me
sugirió, enarcando una ceja cuando me caí por enésima vez de ese trasto
endemoniado.
Yo
bufé, expulsando el agua que acababa de tragar.
–No
creo que sea buena idea. Sé nadar a duras penas, y eso que di clases de
natación. Pero el deporte no es lo mío. –Hice una mueca al recordar lo patosa
que había sido en aquella piscina climatizada–. Además, aquí no hay tiendas, no
sé dónde podría comprar nada.
Él
levantó sus perfectas cejas rubias, confundido.
–Claro
que hay tiendas, en el puerto. Son pequeñas, pero ahí están.
¿Este
sitio tenía puerto?
Creo
que leyó mi cara de incredibilidad, pues me contestó a la pregunta que no había
formulado en voz alta.
–Pero
¿tú que has visto del pueblo? Hay un puerto que se usaba como entrada marítima
a la aldea, por allí. –Señaló con su dedo a… bueno no sé qué punto era
exactamente, no sabía bien ubicar el Norte del Sur en esos momentos.
Me
quedé pensando en esa pregunta. ¿Qué había visto yo de allí? ¡Pues nada! Sol y
playa. Sol y playa y cocos tropicales. Ah, ¡y hamacas!
Me
encogí de hombros.
–No
he hecho mucho turismo, la verdad.
Su cara se tornó pensativa e intrigante.
–Pues
eso tenemos que arreglarlo. Probablemente tus padres no vuelvan a traerte aquí
nunca más, tienes que aprovechar.
Bueno,
yo no estaba muy segura de eso… Que no lo dijese muy alto… porque ya me veía
allí el verano siguiente. Aunque, ahora que estaba él, el sitio empezaba a
gustarme mucho más.
–Mañana
–continuó–. Mañana visitaremos el puerto. Iré a buscarte temprano a tu casa.
¿Dónde vives?
¿Era
correcto decirle a un chico que no conocía de nada dónde me alojaba de
vacaciones? Vale, me caía bien, y a mis padres también, pero bueno, no sé,
tampoco era plan, supongo.
Lo
más lógico hubiese sido quedar en algún sitio intermedio entre donde se
encontraba su caravana y dónde estaba nuestro pequeño bungaló alquilado. Pero,
cuando él me decía algo, mi cabeza no razonaba bien, así que acabé por
decírselo.
Esa
tarde llegué a una hora decente junto a mis padres, y si lo hubiese sabido, me
hubiese retrasado un poco más. Los dos estaban muy acaramelados en sus
respectivas butacas siamesas sin dejar de mirarse como dos locos enamorados.
Me
dio cosa interrumpirlos, pero bueno, que hubiesen decidido tener una hija en
otro momento. Yo ya estaba allí y quería marcharme a casa, para ducharme e irme
a dormir pronto, al día siguiente haría mucho turismo.
La mañana me regaló un cielo con tintes turquesas,
azules y blancos. Hacía algo de frío incluso. Qué raro, con lo poderoso que se
erguía el sol en el cielo a media mañana. Pero, en esos instantes, el astro rey
no había acabado de salir, y la luna se reflejaba aun en el cielo como una
difusa pelota blanca sin querer irse.
Me
bebí un vaso de leche y les dejé a mis padres una nota. Ya les había dicho que
había quedado con Aimé. Y no creo que estuviesen muy preocupados por ese hecho,
la verdad. Pero, como estaban tan ensimismados en su burbuja rosa últimamente,
preferí prevenirles otra vez de que no sabría a qué hora llegaría a casa.
Esperé
impaciente unos cinco minutos a que Aimé tocara a mi puerta, al no hacerlo,
decidí asomarme yo.
Me
quedé a cuadros: yo también tenía otro mensaje.
Estaba
hecho con conchas y piedras, bien grande para que pudiese verlo desde todos los
ángulos de ese pequeño porche.
<<Alma,
te espero en el faro>>.
¿Cuánto
tiempo podía llevar eso escrito ahí? Nadie me había dejado un mensaje así
nunca. A mi pesar, sonreí como una boba. Cogí un par de conchas y quité algunas
piedras, para desmontar el mensaje. Me había gustado mucho, pero no hacía falta
que lo viesen mis padres. Por los vecinos no me preocupaba: no teníamos; ahí
los bungalós en alquiler estaban lo bastante lejos los unos de los otros como
para no verse ni de lejos.
Corrí
hacia el faro. No quedaba lejos de mi casa. Y aunque se veía diminuto, no me
costó mucho alcanzarlo.
–¿Aimé?
–grité en medio de ese viento refrescante. Quizás debería haberme llevado una
sudadera o algo, ¡qué frío!
Él
asomó sus bonitos rizos desde lo alto del faro.
–Sube.
–Me indicó con el dedo unas escaleras con forma de caracol, algo estrechas.
Llegué
con la lengua fuera a lo alto. ¿Qué hacía ahí? ¿No íbamos a ir al puerto?
–¿Tú
no puedes dejar una nota debajo de la puerta o algo así, como las personas
normales? –inquirí, jadeando por la subida a toda pastilla.
Él
estaba contemplando las vistas desde el mirador del faro, con su pequeña melena
rizada flotando a compás del viento. En cuanto me escuchó, se giró hacia mí,
divertido.
–Yo
no soy normal. –Sus labios pícaros me instaron a sonreír, emulando su sonrisa.
–En
eso, te doy toda la razón. ¿Se puede saber qué haces aquí? –inquirí,
acercándome a él.
–Cuando
te asomes aquí, lo comprobarás. –Me invitó con la mano a contemplar las
pintorescas vistas que tenía ese faro.
Me
quedé embelesada. ¿De verdad ese pueblo era así de bonito? El puerto del que
habíamos hablado el día anterior no se encontraba lejos. Unos cuantos
pescadores estaban preparando sus redes para adentrarse con sus pesqueros en el
mar. Las pocas personas que circulaban por aquellas horas de la mañana por el
pequeño paseo marítimo, se saludaban amablemente. Los dueños de los pequeños
bares y cafés que habitaban en ese diminuto paraíso con vistas al mar, abrían
sus respectivos negocios, enérgicos por trabajar otro día más en su singular
pueblo. Pude también vislumbrar la cala a donde iba con mis padres. Se veía tan
desértica como siempre, pero, las sombras de la mañana con los incipientes
rayos de sol, le daban un halo mágico, todo ello armonizado por la música que emitía el vaivén de las olas
arrastradas por la corriente marítima.
Nunca
había visto el mar levantado en esas playas desde que había llegado, pero, en
ese momento, la serenidad que había era pasmosa. Y tentadora. Me entraron ganas
de sumergirme en el agua, de aprovechar su calma y deleitarme nadando en sus
movimientos lentos y suaves.
–¡Esto
es alucinante! –confesé con la boca abierta.
–Ya
te dije que no has visto el pueblo –comentó divertido–. Este es nuestro mapa.
–Abrió los brazos, acogiendo con ellos la extensión del pueblo entero–. Quizás
pienses que esto no da para mucho, pero te sorprendería todo lo que puedes
hacer aquí.
Esta
vez, lo creí a la primera. ¿Qué podía decir yo después de haber sentido todas
esas emociones desde el mirador de un destartalado faro?
Me dejé arrastrar por su alegría contagiosa mientras
andábamos hacia el puerto. El olor a sal no tardó en aparecer en mis sentidos.
Nunca me había gustado especialmente ese aroma a agua salada, pero esta vez, lo
sentí de otra manera.
Nos
compramos un bocadillo para comer por ahí. La gente era muy amable en aquel
lugar. No era un sitio muy turístico, ya que era un paraíso perdido, pero me
sorprendió mucho cómo nos trataron, aun siendo forasteros. El concepto de pueblo
pequeño que yo tenía cambió vertiginosamente en dos segundos.
–Nos
vamos a alta mar –me informó, pillándome completamente desprevenida.
Lo
miré, inquisitiva.
–No
pienso volver a subirme en esa tabla de surf tuya –afirmé seriamente.
No,
ni de coña volvía a surcar, si se puede llamar así lo que yo había hecho el día
anterior, las olas de esa manera. Había estado más debajo de la tabla que sobre
ella.
Él
soltó una carcajada.
–No
se me ocurriría llevarte a alta mar con mi tabla.
Lo
observé confusa.
–¿Entonces?
A
nado tampoco pensaba ir. Vamos, lo que me faltaba.
–En
eso. –Señaló el embarcadero–. Se llaman barcos y sirven para navegar en el mar.
Puse
los ojos en blanco. Estaba familiarizada con el concepto de <<Barco>>
por muy de ciudad que fuese.
–Vale.
Tienes una caravana, una tabla de surf, y ahora ¿un barco? –Le dediqué una
mirada escéptica pero traviesa, creyéndome que eso no era posible.
Una
sonrisa pícara asomó en sus labios.
–Me
gustaría decirte que sí. Pero no, mis padres lo alquilaron ayer. Y hoy no
piensan cogerlo, así que… es todo nuestro. –Me instó a subir con él a una
plataforma de madera con varios pivotes recubiertos
por grandes cuerdas anudadas unidas a sus respectivos botes.
No
estaba muy segura de subir o no. La pasarela esa que me llevaría al interior
del bote no se veía muy firme. ¿Y si me caía?
Aimé
notó mis dudas, él había subido sin esfuerzo.
–Es
seguro –me animó.
Yo
le creí, como hacía con todo lo que me decía. Me armé de valor e intenté no mirar hacia las inestables
tablas por las que estaba cruzando.
La lancha motora que habían alquilado sus padres
corría a la velocidad del rayo. Me puse el salvavidas naranja para la
tranquilidad de Aimé, y él se puso el suyo para la mía, aunque ya no tenía
miedo. Las vaporosas gotas de agua me refrescaban los sentidos, la costa se
veía pequeña y apacible desde lejos, y el mar estaba tan claro que veía el fondo.
No puedo afirmar solemnemente
que mirar hacia abajo no me imponía, pero, aun así, no me parecía tan malo
estar ahí, a no sé cuántos metros de la orilla.
–¿Quieres
que vayamos a una cala que no queda lejos de aquí? Solo se puede ir en barco,
no es accesible a pie.
Miré
hacia la costa, eso sería alejarse mucho. ¿Me iba a sentir tranquila sin ver la
orilla? Probablemente no. Pero tampoco quería quedar como una miedica y
perderme otro lugar exótico. Mis padres no alquilarían un barco, seguro.
Lo
escruté unos segundos con el ceño fruncido, sin saber aun qué contestar.
–¿Estás
seguro de que podrás llevar la lancha tú solo hasta allí?
Él
me miró con chulería.
–Of course! Llevo subiéndome en lancha
casi tanto tiempo como hago surf.
Lo
observé, recelosa. ¿Cuántos años me había dicho que llevaba haciendo surf?
Desde los once, y ahora tenía diecisiete. No estaba muy convencida en realidad,
pero él estaba tan seguro de sí mismo, que me instaba a estarlo yo también.
–Vale
–acepté.
–¡Bien!
¡Avance todo! –Le metió el turbo a la lancha y caí hacia atrás del impulso.
Ahora
no estaba nada segura de haberle dicho que sí…
Llegamos a la pequeña cala en cuestión de minutos.
Me sentía mareada, la verdad. Me alegraba de no haber desayunado mucho, si no,
probablemente hubiese vomitado ya.
–¿Te
encuentras bien? –Creo que me miró preocupado, aunque la nebulosa de mis ojos
no me dejaba apreciarlo bien.
Cogí
una buena bocanada de aire y la expulsé lentamente. Quería sonar firme cuando
le contestara.
Él
se arrodilló a mi lado, preocupado; yo había puesto mi cabeza entre las
piernas.
–Sí,
claro –dije lo más segura que pude–. Dame un par de minutos para que me
recupere.
Se
sentó a mi lado, paciente, sin decir nada hasta esperar a que me recompusiera.
Después me ayudó a bajar por las pequeñas escaleras de la cubierta hasta la
orilla del mar. Casi hubiese preferido las tablas por donde había subido antes;
la escalera estaba muy empinada. No obstante, agradecía poder poner pie en
tierra firme.
Aimé
terminó de amarrar la cuerda a unas rocas. No sabía de dónde sacaba esa fuerza;
él no era especialmente corpulento. Ni gordo ni delgado, tenía músculos
visibles, pero tampoco descomunales. Así que, me quedé embobada, observando cómo
ataba esa gigantesca cuerda él solito. Le había ofrecido mi ayuda, pero la
había rechazado por <<mi estado de salud>>, aunque ya me encontraba
mucho mejor.
Me
fijé en las grandes piedras que se erguían ante nosotros, haciendo un
semicírculo para resguardarnos del viento. Cautivada por sus múltiples formas,
me dispuse pasear a lo largo de su extensión. La arena era fina y brillante,
las olas dejaban destellos plateados sobre ella. Había algunas conchas con
colores que no había visto antes. Cogí un par de ellas, para llevármelas como
recuerdo. Aimé me seguía los pasos, embelesado él también por el entorno.
Llegué
hacia el final de la cala, las rocas se abrían ante mí por medio de dos
pilastras de grosores diferentes. Decidí traspasar ese pequeño arco natural, y
estallé de emoción al descubrir lo que se escondía tras esas columnas
improvisadas que hacían de puerta. Tres pequeñas cascadas caían desde lo alto
de un pequeño acantilado hacia el mar.
–¡Es
impresionante! –exclamé sin poder cerrar los ojos, temiendo que esa visión se
evaporara si lo hacía.
–Sí
que lo es –convino él conmigo también–. Es agua dulce.
Lo
miré con los ojos desorbitados y la boca abierta.
–¿Cómo
es posible?
Se
encogió de hombros, claramente divertido por mis expresiones faciales.
–Misterios
de la naturaleza.
Me
adelantó y me ofreció una mano para llegar hasta las pequeñas cascadas. Costaba
un poco alcanzarlas, ya que la arena había dejado de ser fina, y ahora,
lidiábamos con pedruscos de diversos tamaños.
Nos
bañamos bajo esos chorros cristalinos horas y horas, olvidándonos de que el tiempo
pasaba y el sol se esfumaba. Ni siquiera habíamos comido cuando nos dimos
cuenta de que los rayos de sol nos estaban abandonando.
–Deberíamos
irnos –dije, contemplado el paso previo al atardecer, me había dado frío de
repente.
–Sí,
es cierto –me apoyó él, mirándose los dedos de las manos, tan arrugados como
los míos.
Retrocedimos
sobre nuestros pasos para volver a donde habíamos dejado la lancha. Ahí estaba,
amarrada a esa gran roca, tal como la habíamos dejado nosotros. Solo que ahora
no brillaba y se discernía completamente, sino que estaba rodeada por la
inminente sombra que había relevado al sol.
Me
estremecí, me gustaba más antes. Ahora el paisaje era borroso y oscuro.
Pasé
mi toalla por encima de mis hombros, se me estaba congelando el cuerpo pues no
me había secado bien.
Aimé
desató ese nudo marinero que había aprendido a hacer no sé cuántos años atrás,
en sus comienzos como surfista, y nos pusimos en marcha para volver.
No
me había dado cuenta de lo lejos que habíamos llegado. O a lo mejor es que
estaba deseando volver tan rápido que los segundos se me hacían
desesperadamente lentos. La cosa es que no veía el momento de ver la costa,
desembarcar y volver a pisar tierra firme.
Un
olor a quemado llegó a nosotros.
–¿Qué
es eso? –inquirí alarmada.
Aimé
también parecía preocupado, toda su seguridad se había ido, junto con su
adorable sonrisa de la tarde.
–¿Qué
sucede? –insistí, cada vez más ansiosa. No me estaba gustando nada el ceño
fruncido de sus ojos y sus labios.
–Creo…
creo… que se ha roto.
Mi
primer impulso fue reírme, como si me hubiese contado un chiste gracioso. Pero,
después, la preocupación inundó mi cara. Más cuando ese trasto se paró en medio
de la nada.
–¿Cómo
que se ha roto? –vociferé en medio de la noche estrellada que acababa de
aparecer ante nuestras cabezas.
–Pues
eso… que se ha roto. –Su tono era mucho más bajo que el mío, como resignado.
Me
levanté de golpe del asiento, histérica.
–Aimé,
eso no puede ser. –Utilicé toda la calma que me quedaba para no hablarle mal y
sonar como una persona cuerda y equilibrada–. Tú me dijiste que sabías cómo
funcionaba esto.
–Y
lo sé. Pero si el motor está defectuoso, no es culpa mía. –Ocupó el sitio que
yo acababa de abandonar, suspirando.
Yo
me puse más histérica, tanto, que ya no sentía el frío.
–¿Cómo
no vas a saber si está mal o no? –inquirí, claramente descontrolada.
–Antes
funcionaba perfectamente. Yo no soy el responsable de que se haya roto –se
defendió, aunque yo pensaba que no lo había atacado.
Me
encaré a él, apenas podía discernir su rostro en la oscuridad.
–No
deberías proponer nada si no estás preparado para estas situaciones de emergencia
–le recriminé, borde. Aunque luego me arrepentí.
No
me hacía falta verle la cara para saber que le había hecho daño mi comentario.
Veía sus ojos marrones en mi mente, tristes por mi mordacidad.
–Vale
–me calmé–. Sé que no tienes la culpa, perdona. –Me senté junto a él–. Pero,
ahora ¿qué hacemos?
Casi
no podía creerme que hubiese hecho la pregunta con una voz tan segura, dadas
las circunstancias.
Él
respiró hondo.
–Pues pasar la noche aquí hasta
que se haga de día y comprobemos dónde estamos, o esperar un milagro y que esto
funcione otra vez. Y, como última opción, que nos rescaten. Lo que antes
ocurra.
Mis
ojos se expandieron tres cuartas.
–¿Y
ya está? ¿Esa es tu solución? ¿Esperar?
Sentí
que se encogía de hombros, frustrado.
–¿Qué
otra cosa sugieres?
Bueno,
no sabía qué decir, había supuesto que tendría por ahí alguna bengala de
emergencia como en Titanic.
–¿No
hay nada que pueda alertar a los demás de que nos encontramos aquí? ¿Una luz,
un petardo, una sirena?
Vi
que él negaba con la cabeza, pero, por si no quedaba claro, dijo:
–No.
No hay nada, siempre cogemos esto de día. Como todo eso ocupa mucho sitio, mis
padres solo dejan los flotadores por si pasa algo; son buenos nadadores, no
tienen miedo de cruzar el océano nadando.
¡Qué
bien! Pues yo no me parecía en nada a ellos, y me entraban ganas de
denunciarlos por no tener las medidas de socorro pertinentes.
De
repente, caí en algo.
–¡A
mis padres les va a dar algo! Yo solo les he dicho que salía contigo, no que
nos íbamos a alta mar.
<<A
lo mejor piensan que me ha secuestrado>>, añadí para mi interior. Una
cosa es que no les hubiese dicho hora de vuelta, pero otra muy distinta era no
llegar nunca.
De
cualquier manera, tendríamos que pasar la noche allí. Y al día siguiente,
calibrar nuestra posición, si sobrevivíamos.
Me enfurruñé con él. Comimos en silencio los bocatas
que no nos habíamos comido a la hora que debíamos. Me tumbé sobre la superficie
de la lancha, haciendo todo lo posible por no volver a marearme. ¡Qué fría
estaba, joder!
Él
se quedó sentado todo lo lejos de mí que podía permitirse. No habíamos vuelto a
hablar desde que habíamos discutido, y yo no tenía ninguna gana de hacerlo.
La
noche estrellada era preciosa, la verdad. Y yo y mi insomnio la contemplamos un
buen rato. Total, no teníamos nada mejor que hacer.
No
sabía si él estaba dormido o no, aunque ahora que todo estaba en calma y tan
oscuro, me apetecía hablar.
–¿Por
qué te sorprendió tanto que me llamara Alma? –lancé esa pregunta al azar, era lo
primero que me había venido a la mente después de darle muchas vueltas a esos
dos días.
Ciertamente,
no esperaba respuesta alguna. Había sido más bien como un pensamiento en voz
alta.
Pero,
para mi sorpresa, su voz resonó en medio de la oscuridad:
–Porque
es muy bonito, diferente –contestó.
No
sé por qué, pero ahí, sin verle la cara y todo, sentí que sus palabras no
fueron del todo claras.
A
lo mejor su ex novia se llamaba así, o algo por el estilo.
–Y
tú, ¿por qué le tienes tanto miedo al agua? –contraatacó él.
Me
removí en el sitio cambiando de posición, esto tenía pinta de acabar en una
conversación larga.
–Porque
de pequeña casi me ahogo en una piscina. Lo pasé muy mal. Y desde entonces,
odio el agua. Aunque ya no tengo tanta fobia como hace unos años, mira donde
estoy.
Estábamos
bastante relajados para encontrarnos en medio del mar, solos, sin comida y sin
muchos indicios de un rescate inminente. El agua ayudaba mucho; se escuchaba un
leve rumor cuando las olas chocaban con el casco del bote.
–Yo
también tuve problemas cuando empecé a surfear. Al principio, todo era muy
complicado, incluso era más patoso que tú. –Calló unos segundos, supuse que
sonriendo por el recuerdo de mis caídas del día anterior–. Pero luego se
convirtió en algo cotidiano, fácil.
<<Pues mira, tu locura
por el agua te ha llevado a estar en esta situación en la que nos hallamos>>,
tuve el impulso de decirle. Pero creí que sonaría demasiado mal. Y yo ya no
estaba enfadada. Estábamos ahí. Punto. No había más que hacer. Además, yo había
aceptado hacer esa excursión, no era culpa suya.
–Lo
siento –dijo de repente.
Me
incorporé rápidamente, para mirarlo. Aunque luego recordé que no lo podía ver
en medio de la noche que nos envolvía.
–Yo
también lo siento. Me he pasado.
–No,
es cierto. Todo esto es por mi culpa.
Iba
a contestarle que claro que no, que no se preocupara, que veríamos lo que
hacíamos mañana, pero una brisa suave llegó volando a nuestro alrededor, gélida
como el Polo Norte. Y empezaron a castañearme los dientes.
Volví
a colocarme la toalla sobre los hombros, olvidándome de la conversación y
centrándome en mantenerme caliente.
–¿Puedo?
–preguntó.
No
entendí nada.
–¿Qué?
–Sentarme
a tu lado, para que no tengas tanto frío.
Desde
luego, era muy caballeroso. Él no parecía sentir hipotermia; sus dientes, al
menos, no imitaban a los míos.
Otra
brisa fría nos alcanzó y eso fue incentivo suficiente para que le dijera que
sí, que corriera hacia mí, pues era insoportable.
Su
toalla era más grande que la mía, así que, después de acomodársela un poco él,
la estiró para pasarme un buen trozo por los hombros.
–Gracias
–le susurré en medio de un castañeo incesante.
–De
nada –contestó más bien triste.
–En
serio, no… te… preocupes –dije, aunque parecía tartamuda ya.
Me
abrazó aun más, y pude oler la sal todavía en su cuerpo. Me resultó
embriagadora esa mezcla de sales saladas fusionada con su aroma corporal. Era
un olor suave y enigmático, nuevo para mí.
Recordé
a César en ese momento, su perfume cuando habíamos salido. Lo cierto es que no
me gustaba mucho. Me había dejado llevar por su ropa cara y sus pequeños
regalos, pero ¿él hubiese sido capaz de enseñarme alguna cosa tan maravillosa
como estos parajes que había visitado en los dos últimos días?
César
era muy divertido, claro que sí. Pero solo pensaba en el reloj que se compraría
el mes siguiente, en la ropa de marca que había salido nueva esa semana, en los
coches que tendría cuando fuese mayor, conducidos todos por un chófer particular.
Me daba cuenta de que era muy materialista, y que yo me había cegado con ese
materialismo también. Ahora estaba en una situación completamente diferente,
estaba pasando la noche al raso, con una toalla como único utensilio para
resguardarme.
Bueno,
y Aimé.
¿Hubiese
hecho todo esto César si hubiésemos estado en la misma situación? ¿Hubiese
estado tan tranquilo y sereno como Aimé, sin perder los nervios sabiendo que
eso no valdría para nada? Seguramente no.
Mi mente simuló una escena
imaginaria. Solo que no era Aimé quien estaba ahí conmigo, ayudándome a no
tener frío. En esa escena, César gritaba como un loco histérico, preocupándose
por sí mismo, dejándome sola y a merced de la noche.
–Me
alegra estar aquí, contigo –confesé entre susurros, sincera.
Sentí
que su cuerpo se removía a mi lado. Estaba mirándome, imaginaba, con los ojos
como platos.
–<<Alma>> –volvió a
decir mi nombre con ese deje significativo que había captado mi atención la
primera vez.
No sabía por qué mi nombre
producía esa reacción en él. Y la verdad, en ese momento, ni me importaba.
Estaba muy tranquila allí, abrazada a su cuerpo, como para ponerme a pensar en
eso.
Sus dulces dedos salados
buscaron mi barbilla, la levantaron suavemente y me vi invadida por una oleada
de calidez. Sus labios se habían posado en los míos, devolviéndome algo del
calor que había perdido.
Al principio me pareció
extraño, pero luego, le devolví el beso, saboreando su sabor a sal.
La toalla resbaló un poco a
nuestra espalda, pero nos dio igual. Estaba empezando a entrar en calor.
Seguramente, dentro de unos minutos, ya ni me haría falta.
Pero la magia del momento se
acabó en unos segundos. No nos habíamos dado cuenta de que el oleaje se había
vuelto más arisco. Nuestro bote comenzó a moverse, haciendo que diésemos un
respingo, y después, fuimos sacudidos contra las paredes de la lancha.
–¿Qué pasa? –inquirí, aun sin
entender.
–La marea se ha levantado
–gritó.
Dio palos de ciego hasta llegar
al motor. Comenzó a tirar de la cuerda, con insistencia. Ese cacharro no le
hacía caso.
Volví a sentir el pánico. ¡Nos
íbamos a ahogar! Ya está, este era el fin.
–¡Agárrate a lo que puedas!
–vociferó.
El oleaje era cada vez más
agresivo, no había recibido tantos golpes en mi vida. Ya casi ni sentía mi
cuerpo dolorido, ni el frío, ni nada en realidad.
Me aferré a las cuerdas de los
laterales lo mejor que pude, todo lo que ese movimiento desenfrenado me permitía.
Me dolían las manos. No creía que pudiese aguantar mucho tiempo así.
–¡Aimé! Ten cuidado –le grité
sobre el silbido del viento.
Él no me contestó, estaba
metido de lleno en su empeño por hacer que la lancha funcionara.
De repente, escuché un grito y
su figura oscura desapareció de mi vista.
–¡Aimé! ¡Por favor, dime que
estás ahí! –chillé a punto de llorar.
Nadie contestó. En su lugar,
creí escuchar vagos murmullos de su voz, aunque no podía estar segura, el
viento me azotaba los oídos, la cabeza me daba vueltas y todo se volvía confuso
e inconexo.
<<Ya está>>, me
dije. <<Hasta aquí hemos llegado>>.
Mis manos se escurrieron de su
agarre. La cuerda se perdió de mi campo de percepción en breves instantes. Me
deslicé por toda la superficie del bote, sin volver a encontrar ningún soporte
donde aferrarme.
Me di un golpe en la cabeza, ya
de por sí atormentada, ahora sí que no sentiría nada. Todo el dolor estaba
desapareciendo, incluso la noche se estaba quedando atrás para dar paso una luz
cegadora.
De repente, un ruido atroz
invadió mis sentidos, como un motor rugiendo. Sabía que no era la lancha, era
otra cosa, pero no sabía decir qué, mi mente no me dejaba articular
pensamientos.
Cerré los ojos, esa insistente
luz me obligaba a hacerlo, además, mis parpados tampoco tenían ganas de estar
ya abiertos.
Me desperté en la camilla de un hospital, sin saber
qué había pasado. ¿Por qué llevaba yo todas esas vendas puestas? Mi madre se
encontraba a mi lado, era el mismo reflejo de la angustia, ¿por qué? De repente
me di cuenta de que era por mí. Y recordé que lo último que había visto había
sido una luz brillante en medio de los vaivenes descontrolados de esa estúpida
lancha.
–¡Aimé!
–grité, irguiéndome demasiado deprisa sobre esa cama de hospital.
–Está
bien, tranquila –me dijo mi madre, haciendo que me recostara otra vez sobre el
colchón.
<<¿Bien?
¡Si se estaba ahogando!>>
–El
helicóptero de rescate os salvó a los dos justo a tiempo. Está en el hospital
también cielo, y no tiene nada grave –explicó mi padre.
Me
quedé más tranquila, aunque deseaba desesperadamente verlo por mí misma.
Estuve en observación varios días; tenía múltiples
golpes y los médicos no se quedaron tranquilos hasta que comprobaron que no
había sufrido ningún traumatismo.
Cuando
salí del hospital, Aimé ya se había ido del pueblo. Su familia se había llevado
un susto tremendo y había decidido marcharse antes, deprisa y corriendo. Sus
vacaciones se habían terminado.
Lo cierto es que las mías
también. En cuanto me recuperé, volvimos a casa. Al final ese paraíso exótico
había resultado más estresante que relajante. Mis padres habían perdido toda la
chispa de la que habían hecho gala nuestros primeros días allí. Todo volvía a
la rutina, que, por otro lado, tampoco estaba mal. No me apetecía estar en San
José sin Aimé. Me daba mucha rabia no haber podido despedirme de él. Y ahora no
sabía hacia dónde se podría dirigir su familia en esa caravana móvil que se
habían comprado para viajar alrededor del mundo.
Bufé
frustrada, mientras me sentaba en uno de los bancos del parque que tan bien
conocía. Mi ciudad, que nada tenía que ver con San José, se encontraba medio
desierta a mediados de agosto. Media población se había ido de vacaciones,
aunque seguro que les había ido mucho mejor que a mí, ya que no habían vuelto.
No me quedaba otra que esperar a que mis amigas regresaran de sus respectivos
viajes. Ellas no se habían ido de vacaciones en julio, como yo. Sus padres
siempre libraban en agosto. Y bueno, también podría haber ido a visitar a César, de hecho, llevaba allí tres semanas
y no le había dicho que había regresado ya.
La
verdad es que no me apetecía su compañía. Yo quería a mi rubio de ojos castaños
y sonrisa arrebatadora. Pero eso ya no podía ser.
En
eso había quedado todo; en una excursión mal calculada a un sitio maravilloso,
con besos salados en mitad de la noche y una buena tormenta de aire y agua para
finalizar.
<<Encontrarás
tu Alma entre las rocas del mar>>.
Esa
frase llegó como un susurro a mis oídos, arrastrada por el viento.
Me
levanté deprisa del banco, mirando hacia todos los lados. ¿Quién había dicho
eso?
–Alma
–me llamó alguien desde atrás.
Yo
me giré rauda, para comprobar que no estaba loca y había escuchado su voz.
Era
él.
Allí
estaba con su enigmática sonrisa.
¿Era
un reflejo de mi mente?
Se
acercó a mí, con pasos rápidos y elegantes.
–¿Qué
has dicho? –le pregunté, pensando en la frase que había escuchado antes, mirándolo
con la boca abierta, sin parpadear, temiendo que todo esto fuese una ilusión y
no volviese a verlo.
Me
cogió la mano y la besó. Su tacto era suave, cálido, real.
–Eso
fue lo que me dijo una bruja en mi último viaje. Que encontraría mi
<<Alma>> entre las rocas del mar. Me sorprendió tanto que te llamaras
así porque nunca creí lo que había dicho la vidente. Y ahí estabas tú,
deslumbrante, en medio de ese paraíso marítimo, en la misma cueva perdida que
yo había encontrado hacía un par de minutos.
Me
quedé sin habla. Pero, cuando pude reaccionar, lo abracé como una posesa.
–¡Aimé!
Creí que no volvería a verte nunca más. –Las lágrimas se apoderaron de mis ojos
verdes.
–Nunca
digas nunca, y menos cuando se tiene una caravana –dijo él.
Ambos soltamos una carcajada.
Era el mismo de siempre y me
daba cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. De que era más importante
para mí de lo que yo creía.
–¿Cuánto tiempo te quedas por
aquí? –pregunté, bastante interesada. No pensaba perder un segundo de otra
forma que no fuese estando con él mientras lo tuviese cerca.
Su sonrisa traviesa apareció
entre sus labios y sus perfectos ojos marrones me miraron juguetones.
–Nos hemos cansado de andar
para acá y para allá. Así que hemos decidido aparcar la caravana un tiempo,
quizás para siempre. Bueno, salvo en periodo de vacaciones. –Calló unos segundos,
pensativo, y luego añadió–: Ahora que he encontrado mi Alma, no quiero volver a
perderla.
Le planté un beso en los labios,
pillándolo completamente desprevenido. Ya no tenían gusto a sal, pero seguían
sabiendo genial.
No me podía creer lo que estaba
diciendo.
¡Se quedaba!
¡Conmigo!
<3 ¡Me fascino! Me atrapo desde el primer momento.
ResponderEliminarEscribes genial Enma. Pude imaginar cada lugar hasta el más mínimo detalle y sentir, completamente, todo lo que has relatado.
Gracias por compartirlo. Saludos desde Argentina.
-Verito-
muchas gracias!! :)) me alegras el día!!:D
EliminarEs muy bonito este micro relato Felicidades :)
ResponderEliminarGracias Mari!!:) eres un solete!
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